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ÉRASE UNA VEZ UNA CANCIÓN... DEL VERANO

Serenata para Noriega

El dictador panameño fue sometido a una guerra psicológica con música a todo volumen hasta que se rindió

Diego A. Manrique
Noriega, en un homenaje a Omar Torrijos en Ciudad de Panamá en 1981
Noriega, en un homenaje a Omar Torrijos en Ciudad de Panamá en 1981William Gentile (Getty Images)

Imaginen: en medio de una ciudad tropical, el estruendo de música enlatada. No era un sound systemal estilo jamaicano: sonaba rock estridente que salía de vehículos blindados. Sus altavoces —y las armas de los soldados— apuntaban al edificio de la Nunciatura en Panamá.

Días antes, 20.000 soldados estadounidenses habían invadido el país. A sangre y fuego, arrasaron instalaciones militares y barrios populares. La mayoría de los miles de muertos fueron civiles; incluso ciudadanos que huían en coches eran aplastados por carros de combate. Liquidaron también a testigos como Juantxu Rodríguez, que acompañaba a Maruja Torres como fotógrafo de EL PAÍS.

Todas las amenazas del dictador Manuel Noriega se revelaron baldías. Sus fuerzas especiales, los Machos del Monte, apenas lucharon unas horas. Noriega se refugió en la Embajada del Vaticano. Chantajeó al nuncio, el vasco José Sebastián Laboa: “Si no me ofrece asilo, ordenaré una guerra de guerrillas”.

Así fue como Noriega se encontró compartiendo techo con cuatro miembros de ETA, un narco, un banquero corrupto y varios funcionarios del régimen derrocado. A punto estuvieron de ser evacuados a la fuerza: algunos mandos estadounidenses preferían atrapar al bicho sin dilaciones. Otros oficiales, católicos sensatos, lograron impedirlo: Juan Pablo II difícilmente lo hubiera perdonado.

Y saltó la “idea genial”: abrumar al general con música a toda mecha, adobada con burlas e invitaciones a rendirse. Los locutores de la Armed Forces Radio se lo pasaron en grande, hablando de tú a tú con el enemigo.

El acoso sonoro se profesionalizó con los expertos de psyops, operaciones psicológicas. Aumentaron los vatios y la playlist de discos amenazadores, desde invitaciones a huir (Born to Run, de Springsteen) a lemas del Salvaje Oeste (Wanted Dead or Alive, de Bon Jovi). Para consternación de The Clash, repetían su versión de I Fought the Law. La letra parecía resignada —“Luché contra la ley / y la ley ganó”— pero, insistía Joe Strummer, se concibió como una llamada a la rebelión. Daba igual: los uniformados sumaron todas las canciones que hablaban de violencia, muerte, venganza, poder.

Sin problemas para dormir

Por ahí se coló The Power, de Snap!, un disco alemán que anticipaba el actual modus operandi del pop. Una creación tipo Dr. Frankenstein, que saqueaba grabaciones de rap y house. Todavía no había estallado el (farisaico) escándalo Milli Vanilli y nadie detectó que eran diferentes los protagonistas del disco y los del vídeo. Aunque según The Power acumulaba ventas millonarias se reemplazaron fragmentos robados, se buscaron arreglos extrajudiciales: muchos años después, la opulenta Jocelyn Brown todavía pleiteaba con la multinacional Ariola. En Panamá, sin embargo, aquella voz triunfal suponía un alivio frente a tanta testosterona suelta. Tiempo para amargas reflexiones: efectivamente, el rock era la música del ejército imperial.

¿Pero resultó efectivo? Los decibelios fueron una pesadilla para los residentes en la Nunciatura, incluso para los periodistas que aguardaban el desenlace en el cercano Holiday Inn. No afectó a Noriega: él mismo era un hábil practicante de todas las variedades de la guerra psicológica. Aparte, hablaba poco inglés: ignoró los mensajes que le dirigían. Habituado a la violencia, no tenía problemas para dormir. Fueron las artes sibilinas de monseñor Laboa las que desgastaron su empecinamiento. La diplomacia vaticana pesó más que los abundantes embrujos de magia negra empleados por Noriega. Minutos después de su entrega, cuando fue esposado y empujado al helicóptero, comprendió que las promesas de ser tratado “con dignidad” ya no valían

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