Kusama, la reina nipona de los lunares
La prolífica y original artista inaugura, a los 88 años, su museo en Tokio
Desde la fábrica donde fue movilizada durante la Segunda Guerra Mundial a los 13 años, para coser paracaídas, hasta el flamante museo de Tokio dedicado a su obra, e inaugurado hace apenas una semana, la artista Yayoi Kusama (Matsumoto, 1929) ha habitado y, sobre todo, creado una larga lista de particulares espacios.
Al fin y al cabo, las instalaciones envolventes —que ella bautizó como “infinity rooms” o cuartos infinitos— son una de las obsesiones y/o especialidades de la octogenaria japonesa, como también lo son los lunares que inundan su universo desde hace más de medio siglo y las calabazas, otro motivo recurrente en su prolífica obra. Esta artista lleva seis décadas pintando y acumula decenas de miles de obras. También ha tenido tiempo de escribir 18 libros.
Diligente y aplicada, en línea con el alto nivel de entrega al trabajo que se presupone a sus compatriotas, Kusama no para. Lo suyo, por otro lado, parece tener una vertiente patológica puesto que lleva 40 años viviendo voluntariamente en una clínica psiquiátrica, próxima a su estudio. Ahora, en el mismo vecindario, ya tiene su propio museo: un edificio de cinco plantas diseñado por el estudio Kume Sekkei, con lunares hasta en el ascensor y en los espejos de los aseos, que admite tan solo un total de 200 visitantes diarios, es decir, a 50 personas cuatro veces al día, cada una de las cuales puede disfrutar del paseo hasta un máximo de 90 minutos. Las entradas ya están agotadas para los próximos meses.
La experiencia que Kusama propone necesita de cierta soledad, y estas restricciones en el número de visitantes ya fueron impuestas en algunos de los centros de arte donde fue expuesto el trabajo de esta artista que arrastra a las masas. La Tate de Londres, el museo Louisiana de Copenague, el Broad de Los Ángeles, el Whitney de Nueva York, el Hirshhorn de Washington o el Reina Sofía de Madrid han sido algunos de los museos donde han recalado en los últimos años las coloristas, psicodélicas y alucinógenas creaciones con las que Kusama arrasa.
Desde que regresó a su país en los años 60 vive en una clínica psiquiátrica muy próxima a su estudio
En 2014 una de sus piezas fue subastada por siete millones de dólares en Christie’s. Ese mismo año fue señalada como la artista favorita del mundo en una encuesta realizada entre visitantes a museos, por delante incluso de la máxima performer celebrity Marina Abramovic. El público, no hay duda, ama a Kusama. La innegable fotogenia de sus hipnóticas creaciones la convierten en la etiqueta perfecta para el arte contemporáneo en esta era de la red social Instagram. Según el Art Newspaper ella es la poster girl, o chica de anuncio de la globalización del arte. Y lo cierto es que sus creaciones han incluido colaboraciones con el diseñador de moda Marc Jacobs.
La original y llamativa creadora, cuyas pelucas de colores chillones vienen a ser lo que los bigotes fueron para Dalí, lleva décadas creando espacios en los que la presión visual, magnificada por espejos, es tal que permite fantasear con la fusión total, con la desaparición. Perderse, sentir que quedas borrado en un mundo multicolor y caleidoscópico es el gran tema en la idiosincrasia de la menuda japonesa que conquistó Nueva York mucho antes que Yoko Ono. De hecho, la viuda de Lennon y el novelista Murakami se cuentan entre su amplia legión de confesos admiradores.
En sus libros (novelas, poesía y autobiografía) Kusama ha contado que su madre le incitaba a hacer de vigilante con su adúltero padre, y que ver aquellas escenas generó una extraña relación que rozaba el rechazo hacia el sexo. Empezó a pintar, ha dicho, para desaparecer, para volverse invisible y también para plasmar las visiones alucinatorias que ha tenido desde niña. “Todavía veo alucinaciones”, declaraba la semana pasada a la prensa durante la presentación de su museo. “Los lunares vienen volando y caen en mi vestido, en el suelo, por la casa, por el techo. Y yo los pinto”. Ha contado que las sesiones de psicoanálisis freudiano a las que se sometió en Nueva York han sido lo único que paralizó su nervio creativo. Las ideas salían de su boca, y no acababan en el lienzo sino en el aire
A Estados Unidos llegó en 1957 tras mantener una larga correspondencia con la pintora Georgia O’Keefe, su mentora y principal influencia. En su primera instalación inmersiva en una galería neoyorquina, en los sesenta, llenó el suelo de un cuarto forrado de espejos con falos hechos de trapo y pintados con lunares rojos. Aquel mar de falos de trapo con pintas atrapaba al visitante en un espacio con un punto naïf e infinito, y arrancó una etapa en la que pegaba falos a sofás, mesas, barcas de remos, ropa de segunda mano.
En 2014 fue elegida como la artista favorita del mundo en una encuesta entre visitantes a centros de arte
Conquistó la escena neoyorquina, organizó happenings en los que pintaba (cómo no) lunares en gente desnuda en señal de protesta contra la guerra de Vietnam, frecuentó la factory de Andy Warhol. Y fue vecina y amiga de Donald Judd y Eva Hesser en aquel Soho bohemio, plagado de artistas. Su círculo también incluía a Frank Stella y a Joseph Cornell, con quien tuvo una relación y cuya muerte en los setenta la llevó de vuelta a Japón.
Poco después de su regreso ingresó voluntariamente en 1977 en la clínica psiquiátrica de donde ya no ha querido salir, salvo para acudir cada día a su estudio. “Desde los cinco o 10 años he estado pintando desde la mañana hasta la noche. Incluso hoy, no hay un solo día en que no pinte. Aún dibujo lunares en todas partes”, declaraba en la apertura de su museo. Las exposiciones en el nuevo centro cambiarán cada seis meses, la primera se titula La creación es una búsqueda solitaria, el amor es lo que te acerca al arte. Puede que no sea un mal sitio para perderse. Kusama insiste en su mensaje hippie: “Todo esto es a favor de un mundo de paz y amor”.
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