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'Las ideas', joya argentina de Federico León y Julián Tello, es un caleidoscopio que condensa magia y dos años de proceso creativo en una hora jubilosa

Marcos Ordóñez
'La Ideas', de Federico León y Julián Tello.
'La Ideas', de Federico León y Julián Tello.iGNACIO iASPARRA

Hay tantos fenomenales artistas argentinos que desconozco! La semana pasada, en función única, en el Teatre de Salt (Temporada Alta), vi Las ideas y descubrí a su autor y director, Federico León, con ocho obras y cuatro películas en su haber. Las ideas se estrenó en Bruselas en 2015. Ese mismo año recaló en el Valle-Inclán, en el ciclo El lugar sin límites. Luego ha recorrido media Europa, y Canadá, y sigue.

En escena están León y Julián Tello, que trabajan juntos desde hace 15 años. A Tello le recuerdo como actor en Los talentos, de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, otra pareja artística fuera de serie (¿cuándo volvéis?). Una mesa de pimpón sirve como mesa de trabajo, ideal para que las ideas vayan de uno a otro y brinquen y reboten. Esa mesa tiene, para tratar de definirla por parentescos, tres patas posibles, tres humores. Pienso en nuestro Miguel Noguero (Ultrashow), especialista en ideas arborescentes que se convierten en mezcla de locura y axioma, y pienso en dos argentinos egregios: César Aira, cuyo Continuación de ideas diversas bien podría ser un título alternativo para el caleidoscopio de León y Tello, y pienso en Diego Capusotto, creador, entre mil cosas, de aquella cadena de restaurantes abusivos que rebautizó, tautologiquísimamente, como Uy, Uy, Uy, nos Rompieron el Orto”.

La mejor vanguardia es la que huye de esa etiqueta y juega, que es la mejor forma de pensar. Las vanguardias sin humor ni juego se esclerotizan

Las ideas tiene muy difícil resumen, cosa que suele encantarme. Vemos cómo el espectáculo se hace ante nuestros ojos: “Mostrar dos años de proceso en una hora”, dice León, en feliz síntesis. Cómo se hace, se deshace y se rehace, en continua entropía. Así contado suena un poco a vanguardia pomposa, pero es todo lo contrario: vanguardia jubilosa. Estoy convencido de que la mejor vanguardia es la que huye de esa etiqueta y juega, que es la mejor forma de pensar, porque las vanguardias sin humor ni juego se esclerotizan rápido y no tardan en convertirse en retaguardias.

Así que tenemos a dos amigos, dos artistas, jugando a rastrear lo que irá dentro de la función y lo que se quedará fuera, los ensayos, las pruebas, el material descartado, todo lo que al ser visto otra vez genera nuevos relatos.

¿Una máquina célibe, como las de Duchamp? No: pluriadúltera.

O un circo portátil, en cuya pista presentan a una artista con síndrome de Down que trabaja con animales disfrazados de animales: una tortuga reconvertida en cangrejo, o un perro vestido de cordero. La obra no existe, pero al colgarla en YouTube hacen que la ficción se disfrace de realidad. Más tarde se preguntan si en escena deben colocarse en serio, con whisky o con maría, o trampear. Vale, parece pueril, pero lo sugestivo no son las preguntas sino sus deslizamientos, para decirlo a la manera situacionista. En esencia, la vieja paradoja de Diderot: ¿la autenticidad es lo mismo que la veracidad? ¿O lo que importa no es la verdad sino lo verosímil?

Otra cuestión pareja (“¿El dinero que aparece en escena ha de ser verdadero o falso?”) los lleva a esta otra idea, mucho más interesante: un detector de billetes falsos precisa un detector de detectores de billetes falsos. Y más, y más. Se preguntan: “¿Es mejor una idea contada que una idea realizada?”. Dudan, corrigen, reescriben, editan y reeditan vídeos al infinito. Graban un momento capital: cuando se dieron cuenta de que tenían que empezar a grabarlo todo. Conocemos, pues, su forma de trabajar, que es una forma de asociar y los lleva a este axioma mudable: “Más allá de lo que uno busca y quiere, está lo que sucede: lo impredecible”. Con su coda: “Los accidentes son propuestas permanentes de la realidad”. O esta otra: “Lo que no te mata se vuelve idea”.

Volvamos al circo para descubrir lo que sucede cuando a un porno le sacan las escenas de sexo. O escuchar la canción que se va autocensurando a medida que es cantada. O conocer a la profesora de teatro que siempre anuncia la que será su última clase para lograr la máxima intensidad, con lo que nunca deja de irse: perpetuum immobile. O el crescendo del globo que se hincha con un compresor de aire, y parece que va a estallar pero sigue creciendo, como el brote de pánico entre los espectadores que nos tapamos ojos y oídos cuando en un teatro se intuye detonación o petardazo. Por cierto, me había olvidado de decir que el tercer personaje de Las ideas (o el maestro de ceremonias del circo) es el ordenador, que también crece y mezcla y se pierde en el camino, hasta que León anota: “Escribir todo lo que recuerdo que perdí. Esa sería la obra: acordarse de los archivos perdidos como quien recuerda un sueño”. O una cadena de sueños.

Al final, porque conviene ir cerrando esta crónica, hay una sorprendente condensación onírica (en un minuto) de todas las piezas desplegadas a lo largo de la hora; síntesis que, claro está, se abre a nuevas ventanas posibles, nuevos relatos, mientras la mesa de pimpón, convertida en ordenador gigante, se cierra como un libro, al ritmo de nuestros aplausos.

Las ideas. Escrita y dirigida por Federico León. Intérpretes: Federico León y Julián Tello. Theatre Garonne de Toulouse, Francia (hasta el 18 de noviembre). Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, EE UU (entre el 25 y el 28 de enero de 2018).

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