¿A qué sabe un rioja de 1883?
Seis sumilleres de algunos de los mejores restaurantes descubren los secretos de las añadas viejas de Marqués de Riscal
¿Qué esconde un vino de más de cien años? ¿Cómo describe con sus sabores la vendimia de su centenaria añada? ¿Es cierto que puede contar a quien lo saborea cómo era la tierra que lo vio nacer, las manos que limpiaron y despalillaron los racimos?
Francisco Hurtado de Amezaga, el enólogo de las bodegas del Marqués de Riscal, la quinta generación de artesanos del vino con sede en Elciego, La Rioja alavesa, dirigió el lunes una singular cata con sorpresa. Él tenía muchas de las respuestas, pero quería que los educados paladares de sus invitados, seis sumilleres de algunos de los mejores restaurantes de España, obtuvieran las suyas.
El experto del Celler de Can Roca, Alex Carlos; del Akelarre, Ciro Carro; Jon Andoni Rementeria del restaurante Remenetxe; Bernat Voraviú del Azurmendi de Eneko Atxa; José Félix Paniego y Ernesto Jesús Cruz, ambos del Echaurren; y los especialistas Jean Marcos y Ramón Coalla, descubrieron unas pequeñas cajas con la añada escrita con tiza. No daban crédito.
Estaban en la parte baja de la bodega, a la sombra de la colina sobre la que se yergue el hotel diseñado por Frank Gehry, y dentro de las cajas reposaban diez botellas de cinco cosechas diferentes. Había dos botellas de cada uno de los siguientes años: 1945, 1948, 1958 y de 1964. Pero sobre todo dos excepcionales —sorpresa— botellas cubiertas de polvo de 134 años, de la cosecha de 1883.
“Impresionante”, coincidieron. Un caldo de 1883 es especial porque si está bueno mantiene intactos los sabores primigenios, los de las viñas antes de que los injertos que se extendieron por toda Europa para combatir la plaga de la filoxera, modificaran su savia. Y muy pocas bodegas pueden ofrecer una producción propia que lleva décadas envejeciendo y, pese a todo, con el vino plenamente vivo.
¿A qué sabe un Marqués de Riscal de 1883? se preguntaban inquietos antes de degollar con una tenaza al rojo el cuello de las añadas viejas, especialmente las de ese año. Se palpaba la tensión cuando Voraviú, convertido en ayudante del maestro Hurtado de Amézaga, aplicó agua fría para cascar el vidrio caliente y evitar que el colapso del viejo corcho contaminara el caldo.
Se acercaba el momento de llevar a la boca un vino que empezó a crecer cuando Alfonso XII observaba atento las primeras pruebas de telefonía fija que se realizaban en Madrid; al tiempo en que se abrían las grandes rutas con el primer Orient Express de París a Estambul.
Ajenos a los vaivenes de la historia, los sumilleres ya solo buscaban en su catálogo de sensaciones y sabores los que se adaptaban al vino de 134 años que llenaba su paladar y les invadía el sentido. Empezaron a debatir sobre el tipo de uva con el que aquellos alquimistas de hace casi dos siglos lo edificaron; sobre los criterios que usaron para mezclar los racimos y en torno a los conocimientos que podrían tener para elegir los tiempos de maduración y fermentación sin conocimientos de química. “Tiene tempranillo y algo de Graciano...” matizaba Hurtado de Amézaga.
Parte de la magia de los vinos de Marqués de Riscal está en la mezcla de uvas seleccionadas de diferentes fincas viejas y las denominadas “pata negra”. “A mí me sabe a miel, a panal de miel” afinaba Remetería, “a mí a trufa”, apuntaba Alex Carlos. “Mermelada de compotas” añadió Ernesto Jesús Cruz, entre otros muchos matices. No se ponían de acuerdo en el proceso de elaboración que siguieron para lograr que su sabor fuera tan limpio y potente pero fino y complejo a la vez. Daba igual. La fascinación era total. “A mí me emociona, me remueve pensar que mis antepasados pusieron su alma en lo que estamos bebiendo. Mis orígenes están aquí”, dijo emocionado Paco Hurtado de Amézaga. En ese lugar de culto pagano al dios vino no hay lugar para la fe. Solo para los sentidos.
Babelia
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