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“Releo lo que escribo y me digo: ‘¡Pero qué disparates hay aquí!”

El académico de la Lengua publica una obra feliz en la que unas hermanas abnegadas tratan de salvar de la enfermedad y la ruina a su hermano libertino

Luis Mateo Díez, en Madrid.
Luis Mateo Díez, en Madrid. Jaime Villanueva
Juan Cruz

La vida está llena de sombras, para él también, pero esta de Luis Mateo Díez (El hijo de las cosas, Galaxia Gutenberg) es una novela feliz en la que unas hermanas abnegadas tratan de salvar de la enfermedad y la ruina a su hermano libertino y estrafalario. Es una herencia fatal que ellas cuidan con un amor lleno de contrariedades. Una tragicomedia de cuyas carcajadas él mismo se asombra cuando relee: “¡Pero qué disparates hay aquí!”.

Decía Natalia Ginzburg: “para nuestra alegría personal o nuestra desgracia las contingencias de la realidad tienen una gran influencia sobre lo que escribimos”. Y se sabe lo que decía Brecht: “También hay que cantar en los tiempos oscuros”. Pues Mateo (Villablino, León, 1942), académico de la Lengua que habla bien de todo el mundo y del que nadie habla mal, vive contingencias duras en la vida, y a veces escribe de ellas como pantalla trasera de sus novelas, pero en esta le arranca jirones a la alegría. ¿Por qué, cómo lo hace?

Mateo es “una persona vitalista y humorística”; cuando se cierra el micrófono y ya habla como le da la gana, su conversación se llena de sucedidos aún más insólitos, reales pero increíbles, que ocurren en los cenáculos más solemnes. Es un narrador oral que se diferencia del novelista en que cuando cuenta de lo que verdaderamente pasa no recurre a los nombres imposibles de sus personajes, sino que se fija en nombres propios que todos conocemos. Y cuando cuenta, estallan en él la alegría y la amistad. Y ríe como si estuviera contando una película de los hermanos Marx. Desternillante. El mejor compañero para un viaje en tren de larga distancia, a León, por ejemplo.

Lo oscuro existe, claro, hay tanto de ello en sus libros, en su vida, pero cuando se relaciona con la gente “tengo el compromiso de no mostrarlo ; el encuentro con los demás ha sido el resorte de mi vitalidad y un tamiz bueno para mi pesimismo… En los tiempos oscuros que uno arrastra mi tabla de salvación han sido los amigos; cuando los tiempos oscuros se han cerrado más de lo debido eso ha sido totalmente crucial”.

Así que, habidas estas circunstancias difíciles uno espera hallar un libro triste y se encuentra con una narración que provoca carcajadas. Ha abundado, dice, en lo tragicómico, “pues somos animales tragicómicos”, pero no ha querido quedarse en un registro. Y ahora ha tocado dar rienda suelta a una necesidad. “Necesito el humor con más insistencia”. En la novela, y en sus propias lecturas, está la marca del expresionismo, desde Buñuel a Kafka y a Beckett… “A Beckett lo he leído como un autor profundamente humorístico”.

“Con la edad y con lo que has tenido que torear en la vida, el humor es curativo. Un punto de lucidez frente a la crueldad de lo malo de la vida”. Y humor hay a raudales en El hijo de las cosas. “En realidad va del papel de las mujeres en la familia. Me marcó esa frase de Isak Babel. ´Con frecuencia la familia es un asunto oscuro y confuso`. El trío de esta novela de familia son dos hermanas y el hermano, tarambana y enfermito, que les queda a ellas como herencia paterna. Ellas no son dos pánfilas, tienen una solvencia muy propia de su condición, pero esa herencia les trae oscuridad y confusión. Ellas se ocupan de él y él esconde cosas duras de pelar. Sería una fábula también sobre la manipulación de los afectos que él manipula. Es una metáfora que hoy tendría una lectura muy actual y muy candente”.

—¿Por eso la escribió?

—No fue premeditado. Soy un escritor de historias y de personajes que tienen lecturas de lo que nos está pasando. Cosas que se contaron del siglo XVIII hoy pueden decir mucho de lo que pasa en nuestra época ahora mismo entre nosotros. Por ejemplo del nacionalismo. Pensadores racionalistas se refirieron a lo que nos está pasando, y no en términos de fábulas como la mía. Y en los románticos ves el origen de los nacionalismos. En las metáforas del pasado ves descripciones sociológicas del presente. Y El hijo de las cosas tiene también ese trasunto.

Por el imaginario de la literatura de humor y fábula de Mateo desfilan Jardiel Poncela, Galdós (“Galdós está lleno de surrealismo, como Buñuel”)… Y su mundo, que sólo puede ser suyo, remite a la voluntad de creación de universos, como en Onetti, Rulfo o García Márquez, habitado por “golfos de poca monta, con profesiones menores y destinos de vida rutinaria pero que alcanzan una dimensión de héroes del fracaso”.

Eso da de sí un cerebro literario hiperhabitado. ¿Qué hay en su cerebro, Mateo? “Una tierra amorfa necesitada de labrar, de establecer en ella surcos y plantar algo de vegetación. Mi cerebro me pesa, tiene un peso específico de orden terrícola, pero no me segrega nada ingrato”. ¿Qué hay que plantar en ese cerebro, pues? “Vegetales, palabras como vegetales. Palabras que acaben derivando en ideas que más o menos crecen, obtienen raíces y acaban teniendo una cierta solvencia”.

—Se divierte a sí mismo, parece…

—Hay momentos de humor casi de chascarrillo, pero de pronto se produce una iluminación. Confieso con arrobo que en cuanto volví a leer El hijo de las cosas, mucho después de haberla escrito, me reí mucho. Tanto que me dije: ´¡Pero qué disparates hay aquí!”

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