Muere el escultor Julio López Hernández a los 88 años
El artista llevaba un mes ingresado en una clínica tras haber sufrido un ictus
Como todos los artistas en verdad auténticos, Julio López Hernández, fallecido a los 88 años, era un hombre humilde, pero en absoluto ingenuo. Se ha ido un gran escultor, desde luego, uno de lo últimos que conocía como pocos la tradición que va de los griegos a Medardo Rosso, del primitivo maestro de Bamberg a tal o cual obra de un orillado escultor contemporáneo. Descubría la belleza en una pequeña medalla o en el Gattamelata, del mismo modo que un poeta no hace distinción entre la violeta que nace, vive y muere oculta por una piedra y la espléndida rosa para la que todo el sol no es suficiente. Un solo ejemplo: él hizo que reparara por primera vez en la cabeza del caballo de la escultura de Martínez Campos que está en el Retiro, “una de las más hermosas que yo haya visto”. Es de Benlliure. Destaca en ella el corpulento general, claro, pero sobre todo el caballo, que apenas puede soportar el peso del jinete, mientras asciende una loma en el momento de supremo esfuerzo. Desde entonces no hay vez que no pase por delante de ese monumento que no confirme lo que él decía, y que no recuerde a nuestro querido amigo.
Acaba de morir, y relee uno ahora estas tres palabras sin acabar de creerlo. El que tuviera 88 años y el que su muerte haya sido una transición casi tranquila desde la plenitud en que se hallaba hasta hace un mes, tampoco es consuelo para nadie.
España ha perdido a uno de sus mejores escultores, el último grande de la tradición realista, la cenicienta del arte contemporáneo. Estaba acostumbrado al desdén de algunos “modernos”, que calificaban su estética de costumbrista, y se los tomaba con filosofía y humor.
El saberse en minoría en una época que fue sobre todo “abstracta”, acaso hizo de la “escuela realista madrileña” una pequeña familia: su gran amigo y compañero Antonio López y su mujer la pintora María Moreno, su hermano Francisco López, también escultor, y la mujer de este, la pintora Isabel Quintanilla, y la mujer del propio Julio, Esperanza Parada, la pintora más secreta y simbolista de todos ellos…
Las visitas a su estudio, una casita de dos plantas en un barrio menestral de Madrid, resultaban siempre fascinantes. Durante medio siglo la fue llenando de todas sus criaturas, que se agolpaban en sus cuartos angostos como en la sala de espera de una estación de tren de hace cien años. Todas sus obras tienen una impronta poética, el mayor elogio que pueda hacerse de ninguna. Buscaba la emoción de la escena, sin reparar en si era una obra de encargo o personal. En muchas de ellas, en sus relieves, o en sus fascinantes medallas (todas las de los premios Cervantes son suyas), o en las esculturas en que todo está centrado en unas manos, por ejemplo, esa emoción está pulsada como en la música de cámara, sin apartar la mirada ni levantar el tono.
Oírle contar de viva voz el nacimiento de sus propias obras, o lo que con ellas había tratado de expresar, era una experiencia única. Él mismo era la naturalidad hecha persona y jamás pudo ver nadie en sus palabras ni un átomo de vanidad o presunción. Y acaso porque nunca perdió de vista el origen de su oficio, que su hermano y él aprendieron de su padre, un modesto imaginero, se refería a sí mismo como a aquel a quien se ha encomendado continuar, con la mayor dignidad y humildad posibles, un arte que empezó en Grecia hace más de dos mil quinientos años.
Babelia
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