Cortocircuito romántico en Bayreuth
Arranca la 107ª edición del festival wagneriano con una confusa propuesta escénica de ‘Lohengrin’, brillante en lo musical y calurosamente acogida por el público
Lohengrin suele verse como una especie de paradoja. Una ópera romántica, escrita entre 1845 y 1848, donde Wagner combinó un cuento de hadas con un final trágico y un drama histórico con mitos paganos. Un cóctel teatral que invita en cada nueva producción a priorizar un aspecto u otro. En la última régie retirada del Festival de Bayreuth, en 2015, Hans Neuenfels convirtió al coro en una graciosa camada de ratas. Una irónica metáfora de la decadencia de la sociedad alto medieval de Brabante, que Lohengrin ayuda a evolucionar. Pero para desarrollar ese concepto, el director de escena alemán contó con el escenógrafo y figurinista Reinhard von der Thannen.
El ‘taller’ de Bayreuth, que ahora dirige en solitario Katharina Wagner, acaba de inaugurar la 107ª edición de su festival, ayer miércoles 25 de julio, con una nueva producción de Lohengrin aparentemente planteada al revés. La escenografía y vestuario de la pareja formada por los pintores alemanes Neo Rauch y Rosa Loy, iniciada en 2012, ha precedido a la incorporación, en 2016, del joven director de escena Yuval Sharon. Un extraño plan de trabajo como resultado de la lamentable renuncia, en 2015, del director de escena letón Alvis Hermanis por sus desavenencias con la política de puertas abiertas con los refugiados de la canciller alemana Angela Merkel. Sharon, que es el primer régisseur estadounidense que trabaja en el Festspielhaus, se encontró un planteamiento ya desarrollado. Estaba centrado en la idea de un Brabante oscuro, sin energía y electricidad, que Lohengrin, como líder visionario, ayudará a recuperar y electrificar. El director judío norteamericano decidió arrimar el hombro y hacer equipo. Invocó un planteamiento antiautoritario y colectivo, pero que ha desdibujado la dirección escénica. Y la electrificación ha derivado en cortocircuito.
La idea de Rauch y Loy potencia la estética de cuento de hadas de la ópera de Wagner. Lo vemos nada más alzarse el telón, con esas extrañas alas que llevan los protagonistas, casi más apropiadas para insectos. Pero también en el ambiente de fábula basado en una monocromía de tonos azulados, precisamente el color que representaba, para Nietzsche y Thomas Mann, el mágico motivo del Grial que tocan los violines en divisi al inicio del preludio de la ópera. La monotonía y el estatismo reinan en el primer acto, con un coro plantado en herradura durante todo el acto. Tampoco se saca partido de los momentos más vistosos. La escena del combate por los aires resulta excesiva. Y la llegada de Lohengrin parece insulsa. En el segundo acto, la situación empeora, si cabe, con un telón que evoca detalles paisajísticos y arquitectónicos de la pintura flamenca, pero que se somete a un tenebrismo extremo y donde la tecnología convierte a los cantantes en meras apariciones. La falta de imaginación narrativa de la escenografía elude ahondar, dentro del tercer acto, en los evidentes paralelismos que tiene con el primero.
Sharon, por su parte, trata de reconsiderar positivamente la influencia de Ortrud. La malvada hechicera ayudaría a Elsa a liberarse de un mundo dominado por los hombres. Lohengrin se convierte, de repente, en acosador durante la escena de la cámara nupcial. Un guiño muy forzado al movimiento #MeToo. Al final, Elsa se impregna del color naranja que decora esa estancia y termina dispuesta a empezar una nueva vida junto a su hermano Gottfried que, incomprensiblemente, se ha vuelto verde. Un planteamiento a medio cocinar que choca con la idea del propio Wagner de contraponer musicalmente a Elsa y a Ortrud como contrafiguras positiva y negativa de Lohengrin.
Al frente de la parte musical, Christian Thielemann marcó su propio camino ante una parte teatral tan poco inspiradora. Contaba con una orquesta y coro, los del Festival de Bayreuth, completamente entregados a sus designios. Y ya en el preludio inicial dejó constancia de su control sobre la acústica del Festspielhaus. Thielemann priorizó más detalles puntuales que el relato continuo. No mostró esa visión global que ha exhibido en otras composiciones wagnerianas en este mismo teatro, como en El anillo del nibelungo que dirigió entre 2006 y 2010. El tedio de la puesta en escena contagió, por momentos, a la musical. Pero lo mejor de la noche llegó en el tercer acto con una modélica sucesión del famoso preludio con la canción nupcial. El coro volvió a ser, un año más en Bayreuth, algo excepcional.
En el apartado vocal, el gran triunfador de la noche fue el tenor polaco Piotr Beczala, que debutaba en el Festspielhaus en sustitución del retirado in extremis Roberto Alagna. Cantó un Lohengrin a la italiana, con intensidad y un buen dominio de las medias voces que exhibió, especialmente, en el racconto del tercer acto. También debutaba la soprano alemana Anja Harteros, que fue de menos a más. El polaco Tomasz Konieczny cantó un Telramund excesivo y angular, también en su debut en Bayreuth. Brillante, una vez más, el bajo alemán Georg Zeppenfeld como Rey Enrique. Y fue emocionante volver a escuchar en el Festspielhaus a Waltraud Meier dieciocho años después. Su buen hacer en Ortrud compensó las deficiencias escénicas de la producción; teatralmente fue quizás lo mejor del primer acto, sin apenas abrir la boca.
No sólo Wagner
La 107ª edición del Festival de Bayreuth comenzó oficialmente, ayer 25 de julio a las nueve de la mañana, con el tradicional izado de la bandera en el Festspielhaus, que incluye la "W" en una tipografía inspirada en Alberto Durero. Siguió otra tradición: el Grabsingen, a las diez, con algunos miembros del coro y orquesta, tocando Bruckner y Wagner, bajo la dirección de Eberhard Friedrich, frente a la tumba de Wagner en la Casa Wanhfried. Y, una hora más tarde, se pudo ver, en uno de los escenarios para ensayos del Festspielhaus, la primera función del proyecto Richard Wagner para niños dedicado al Anillo del Nibelungo. La nueva producción escénica de esta edición del festival se ha dedicado a Lohengrin, y su estreno se inició a las cuatro de la tarde. Contó con la presencia de la canciller alemana, Angela Merkel, y los primeros ministros de la República Checa, Andrej Babiš, y Holanda, Mark Rutte, entre otras autoridades. Las actividades relacionadas con Wagner no se detendrán hasta el próximo 29 de agosto en que Plácido Domingo dirigirá la última función de La Valquiria en el Festspielhaus.
Pero hay más. El pasado martes, 24 de julio, la actual directora del festival, Katharina Wagner, explicó las actividades programadas para este año y anunció las novedades del próximo, como la nueva producción de Tannhäuser que supondrá el debut de Valeri Guéguiev en el Festival de Bayreuth. Habló también de los conciertos conmemorativos, que el año pasado honraron el centenario de su tío Wieland y, el año que viene, harán lo mismo con su padre Wolfgang. También volverá, por segundo año, el simposio Discurso Bayreuth en Casa Wahnfried, que este año incluye como novedad el estreno en el Reichshof de una nueva ópera encargada por el festival al compositor austríaco Klaus Lang, titulada El novio desaparecido, que supone una interesante apertura del festival wagneriano a la música contemporánea, aunque en un recinto alejado del Festspielhaus. La obra de Lang es una interesante alegoría sobre lo que implica el paso del tiempo e incluye una atractiva puesta en escena de Paul Esterhazy y una reveladora videocreación de Friedrich Zorn.
Y no sólo Wagner o su festival. Bayreuth cuenta, además, con uno de los teatros barrocos más bellos del mundo: la Ópera de la margravina Guillermina de Prusia, construida por Giuseppe Galli-Bibiena, que fue inaugurado en 1748 y, el pasado 12 de abril, volvió a abrir sus puertas completamente restaurado con la ópera Artaserse de Hasse. La Filarmónica de Berlín tocó aquí su último Europakonzert y cuenta con una pequeña temporada de conciertos y óperas barrocas. Este teatro es Partrimonio de la Humanidad desde 2012 y además fue utilizado, en 1994, para el rodaje de la película Farinelli, de Gérard Corbiau.
Babelia
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