Mariss Jansons hace saltar la banca
El maestro letón dirige una sublime "Dama de picas" con la inquietante audacia escénica de Neunfels
El Salzburger Nachrichten publicó el lunes que un espectador había pagado 2.227 euros por la reventa de una entrada al espectáculo de La dama de picas. Impresiona la cantidad en sí misma, pero también lo hace la peculiaridad de los céntimos. No eran 2.200 euros, por ejemplo, sino 2.227, como si fuera el precio de una subasta en adhesión singular a la propia temática de la ópera: el juego como camino de perdición y como alegoría de la arbitrariedad del destino.
Puestos a jugar, Mariss Jansons hizo saltar la banca, ubicó en su sitio la aristocracia melódica de Chaikovski e involucró en la hazaña a los músicos de la Filarmónica de Viena. Que pueden ser los peores cuando holgazanean en el foso mirando el reloj a semejanza de las meretrices. Y son los mejores cuando encuentran estímulos para demostrarlo y demostrárselo.
Sucedió en la gran noche del festival. Un acontecimiento cultural y mundano que requirió el despliegue de la alfombra roja para acomodar el desfile de autoridades políticas, militares, eclesiásticas. Estaban alertadas de los peligros al acecho porque La dama de picas iba a representarse con la dramaturgia de Hans Neuenfels, vaca sagrada de la vanguardia y provocador incendiario de las convenciones, pero no hubo el menor atisbo de abucheo en el desenlace. Una razón consiste en que Neuenfels se ha estilizado. La otra radica en que el público ya transige con normalidad las propuestas que antaño erizaban los sentidos, de tanto buscarse el escándalo recíproco.
No lo hubo en la noche del domingo porque Neuenfels hizo predominar un ejercicio de estética y de inteligencia conceptual. El espacio escénico era de una elegancia inquietante. Y alojaba con naturalidad tanto la trama de la ópera convencional como sus derivadas psicológicas y espectrales. Es la historia de un desquiciamiento, el camino hacia la destrucción de un tipo extraño cuya ambición somete su conciencia al hallazgo de tres naipes que le harán dichoso y multimillonario.
Ferocidad de las pasiones
Jonas Kaufmann recupera su grandeza
Había resultado muy decepcionante el recital que Jonas Kaufmann ofreció hace unos días en el Teatro Real, incluso se habían precipitado legítimamente las alarmas sobre su "estado" vocal e interpretativo.
Está claro que el tenor germano no consideró relevante su escala en Madrid. Porque parecía otro cantante en Salzburgo, aunque fuera valiéndose de un repertorio más cómodo -el lied- y aunque acudiera a compartir el recital una Diana Damrau en estado de gracia.
Los dos cantantes desglosaron el Cancionero italiano de Wolf. Y lo hicieron desde la sensibilidad, el escrúpulo y la intención dramática. Recurrieron demasiado al tonteo de una dramaturgia amerengada, pero los excesos de frivolidad no condicionaron su imponente calidad artística.
Custodiaba a ambos el piano y el pianismo de Helmut Deutsch, cómplice de un recital que reivindicó la categoría de Kaufmann en su fraseo, su nobleza, su oscuridad y su capacidad de introspección artística.
Nada que ver con la "ausencia" de su recital madrileño. Salzburgo le importaba a Kaufmann. Y Kaufmann rehabilitó su categoría con todos los recursos de su técnica, su personalidad y su dinámica sonora, virtudes aún más evidentes en los pasajes hondos y sombríos del ciclo de Wolf.
El cuento mefistofélico de Pushkin dio origen a la ópera de Chaikovski. Esta ha conseguido de Neuenfels una reflexión de exquisita belleza plástica sobre la ferocidad de las pasiones, el dolor de la decadencia y la provisionalidad de la existencia. Pensaban los espectadores de Salzburgo solazarse con las melodías del foso. Y muchas veces lo hicieron gracias a la clarividencia de Mariss Jansons, pero el tercer acto les sorprendió con el “espejo” de un coro embutido en esmoquin que interpelaba a su propia vacuidad: “La juventud no dura eternamente y la vejez no tardará en llegar. ¡Qué nuestra juventud se apague en la voluptuosidad, las cartas y el vino! ¡La vida pasará, fugitiva como un sueño!”.
Neuenfels se desenvuelve con lucidez en los pasajes del thriller y juega con la claustrofobia de las premoniciones. Ninguna tan elocuente como la mesa de juego que inaugura el montaje. Parece una lápida recubierta de musgo. Y termina engullendo a su protagonista en el desenlace del último acto, cuando agoniza le lectura memorable del maestro Jansons.
Era el gran hechicero del acontecimiento. Por su afinidad cultural a Chaikovski (lo estudió desde joven en San Petersburgo). Porque se prodiga poco en el foso. Y porque ha encontrado las tres cartas sin necesidad de pactar con el diablo. Suya fue una versión de enorme belleza cromática y de indescriptible dinámica sonora. Pulcra cuando lo requería la música. Opulenta cuando la melodía se acorazaba con el viento. Y sensible al hálito de los cantantes cada vez que necesitaban que los meciera la barcarola de los wiener en el foso de los milagros.
Destacaron más que ninguno la nobleza baritonal de Pavel Petrov y la venerable senectud de Hanna Schwarz en el papel de la condesa. Los verdaderos protagonistas de la ópera, Brandon Jovanovich (Hermann) y Eugenia Muraveva (Lisa), sobrevivieron a sus respectivos desafíos —brutal en el caso del tenor a cuenta de la sobreexposición escénica— pero no siempre trasladaron al público la corpulencia teatral, dramática que requiere el folletón romántico.
Le salió bien la apuesta de 2.227 euros al espectador que se los permitió entre la melomanía, la megalomanía y la ludopatía. Los vaivenes del Festival de Salzburgo se parecen metafóricamente al juego arbitrario de la ruleta rusa —los espectáculos sublimes comparten espacio con los decepcionantes—, pero cuando Jansons dirige nunca hay balas en el cargador.
Babelia
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