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El inmaduro
Columna
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Avilés

El Niemeyer de Avilés tiene algo de arquitectura enigmática. Tuve la sensación de que estaba dentro de un misterio del espacio

Manuel Vilas

Hace unos días estuve en el Centro Niemeyer de la ciudad asturiana de Avilés. Me deslumbraron los edificios que vi, porque no acababa de entender lo que tenía delante. Había barcos en la ría. Y el Niemeyer linda con la ría y con sus aguas industriales. Hacía una tarde nublada en Avilés, y caían algunas gotas de lluvia. Y estaba oscureciendo. La explanada principal del Niemeyer me pareció un espacio inquietante, como un gran foro indeterminado, abstracto. El Niemeyer de Avilés tiene algo de arquitectura enigmática. Tuve la sensación de que estaba dentro de un misterio del espacio. Seguía viendo los barcos de la ría. Estaba haciendo fotos. No sabía qué fotografiar: si los barcos, que eran de color rojo y me parecían muy atractivos, o el edificio conocido como la Cúpula, en cuyo interior había una exposición dedicada a Joaquín Sorolla. Se trataba de la espléndida colección de Pedro Masaveu.

Entré en la Cúpula y me sentí como si caminara por dentro de un programa informático: los cuadros de Sorolla llegaban a mí no porque estuvieran colgados de una pared. No hay paredes en una circunferencia. Los cuadros colgaban del aire, como si fuesen frutos del viento. Porque las obras se presentan en caballetes de cristal, en un diseño original de la arquitecta italobrasileña Lina Bo Bardi. Sentí una felicidad inmensa al ver los cuadros como suspendidos, levitando. Por fin el arte levita, pensé. La ligereza de los cuadros, la Cúpula, la circularidad, los colores radicales de la pintura de Sorolla me conmovieron. Una sensación de embriaguez en los ojos. Me enfadé conmigo mismo por no haber conocido antes el trabajo de Lina Bo Bardi. No entiendo por qué no hay más museos en el mundo que expongan sus obras pictóricas siguiendo los diseños fantásticos de esta mujer. Me pregunté por el prestigio de Sorolla. A mí me gusta mucho Sorolla, pero no goza de la fama de otros ilustres pintores de su tiempo. ¿Por qué? Me enseñaron la famosa escalera de caracol de Niemeyer. Subí y bajé esa escalera unas cuantas veces no sin despertar alarma en mis anfitriones. Deseé tener una escalera así en mi casa, o incluso vivir en una escalera. Me llevaron al Auditorio, donde pude ver Desnudos, la primera retrospectiva del fotógrafo Spencer Tunick en España. Decenas de cuerpos desnudos fotografiados en los lugares más inclementes. Dicen de Tunick que sus cuerpos desnudos no ponen el énfasis en la sexualidad. Yo no estoy de acuerdo. Para mí Tunick persigue la exhibición de la sexualidad masificada, cuerpos de todas las proporciones, cuerpos obesos y cuerpos flacos. Borja Ibaseta, coordinador del Niemeyer, me dijo que Tunick buscaba cuerpos no canónicos, es decir, obesos. Vimos una foto en donde Tunick había retratado a su mujer desnuda. La esposa de Tunick, sin embargo, era de proporciones muy canónicas, es decir, delgada. Pensé que una cosa es lo que hacen los artistas en sus obras y otra lo que hacen en sus vidas. Me fui del Niemeyer completamente enamorado, con ganas de levitar, como los cuadros de Sorolla.

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