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CRÍTICA | LA TERCERA ESPOSA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Fortaleza y repugnancia del sexo

En su primera película como directora, Ashleigh Mayfair consigue un relato lleno de rotundidad, delicadeza, belleza y crueldad

Javier Ocaña
Una escena de la película vietnamita 'La tercera esposa'.
Una escena de la película vietnamita 'La tercera esposa'.

Pocas cosas con más fortaleza que el sexo, inabarcable e inexplicable, incluso por encima de los convencionalismos y de las normas, cuando la atracción mutua es insuperable. Pocas cosas más repugnantes que el sexo, cuando viene dado por la violencia, por la obligatoriedad, por una especie de contrato social donde una de las partes domina. En el Vietnam de finales del siglo XIX un rico terrateniente se agencia su tercera esposa, una cría de 14 años. Y, en su primera película como directora, Ashleigh Mayfair lo narra con rotundidad y con delicadeza, belleza y crueldad.

Por la semejanza en la trama y en el exotismo, La tercera esposa nos retrotrae hasta La linterna roja (1991), soberbia película de la mejor época de Zhang Yimou. Aquella, sobre una cuarta esposa, en China, y unos años después, en la década de los años veinte. Sin embargo, en su estilo, Mayfair parece más influida por su compatriota Tran Anh Hung y otra producción de la misma época de la de Yimou: El olor de la papaya verde (1993). Como en esta, hay en La tercera esposa una quebradiza fisicidad, un gusto por el detalle de los cuerpos y de las pieles (jóvenes y tersas, arrugadas y sin embargo bellas), de los elementos de la naturaleza: plantas, tierra, lluvia, luz del sol y del fuego, vientos, hierbas, insectos, venenos.

LA TERCERA ESPOSA

Dirección: Ashleigh Mayfair.

Intérpretes: Lam Thanh My, Tran Nu Yen Khe, Mai Thu Huong, Nguyen Phuong.

Género: drama. Vietnam, 2018.

Duración: 96 minutos.

Mayfair entra con silenciador pero con contundencia en los oscuros meandros de la familia. En los ritos medievales con los sirvientes, palizas incluidas. En las rencillas entre las mujeres, las que suceden a la camaradería inicial. En una endogamia que los hace relacionarse de una manera especial, enfermiza desde fuera, naturalísima desde dentro, lo que nos hace pensar en otras películas de semejante atrevimiento, aunque radicalmente distinto tono: El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, 1972) y Canino (Giorgos Lanthimos, 2009).

Quizá lo más discutible sea el uso de la música, diversificado en tres vertientes y estilos: una tradicional, dominada por el erhu, el llamado violín chino, lo que nos lleva a Yimou; otra más orquestada, pero de aliento clásico; y una tercera, la más cuestionable, de inspiración electrónica, en la línea del grupo Air, que puede encajar en las secuencias más eróticas aunque no tanto en el conjunto. Pero lo esencial es que la película es dulce y dolorosa, hermosa y salvaje. Y con un retrato terminante de la soledad de la maternidad. O, al menos, de cierta maternidad. 

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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