La literatura del malestar francés
Las obras de Ernaux, Aubenas, Eribon, Louis, Houellebecq o el último premio Goncourt, Nicolas Mathieu, captaron las síntomas que han llevado a la revuelta de los ‘chalecos amarillos’
Las señales estaban ahí. Bastaba leer algunas de las obras literarias más celebradas en los últimos años en Francia. En ellas aparecen los síntomas del malestar que ha estallado con la crisis de los chalecos amarillos.
El cierre de las fábricas, los salarios bajos, las humillaciones cotidianas. El aislamiento de las pequeñas ciudades alejadas de la capital y la dependencia respecto al automóvil para trabajar: para sobrevivir. La educación y la cultura como señas de identidad de las clases sociales. Los paisajes desangelados de los centros comerciales y las impersonales rotondas en las afueras de las ciudades. También la seducción del voto ultra. Todo estaba ahí, a la vista de cualquiera, pero muy pocos prestaron atención.
Hay una literatura de los chalecos amarillos, el movimiento que estalló en noviembre del pasado año como una protesta por el precio del carburante y ha acabado precipitando la mayor crisis de la presidencia de Emmanuel Macron. El ejemplo más reciente es el de Michel Houellebecq. Su nueva novela, Serotonina (Anagrama), publicada este enero, describe la desmoralización de un mundo rural que se siente despreciado por París y Bruselas. Los campesinos en cólera cortan una autopista y se enfrentan con la policía. Houellebecq lo escribió antes de la crisis de los chalecos amarillos, pero parece que esté describiendo las derivas violentas del movimiento.
Por su esteticismo decadentista y por su visión reaccionaria, Houellebecq es una excepción. La posición poética y política del autor de Serotonina contrasta con la perspectiva de izquierdas —o extrema izquierda en algunos casos— de otros autores que han retratado la llamada Francia periférica.
La inspiración
Muchos de estos autores —desde el filósofo Didier Eribon, responsable del ensayo memorialístico Regreso a Reims (Libros del Zorzal), a Nicolas Mathieu, recién premiado con el Goncourt en 2018 por la brillante Leurs enfants après eux— citan como inspiración y modelo a Annie Ernaux, que en sus breves novelas autobiográficas retrata esta otra Francia: la de los de abajo, la de su familia en la Normandía rural y la de la anodina periferia parisiense.
Si Macron y sus consejeros hubiesen leído estos libros con atención, quizá se habrían dado cuenta de que algo en apariencia tan técnico como el precio del diésel y de la gasolina es una cuestión casi existencial para esta Francia. Quizá habrían detectado que podía ser el detonante de una revuelta.
Cuando Anthony, el protagonista de Leurs enfants après eux, al fin consigue un empleo, el narrador observa: “El problema es que no se encontraba a la puerta de al lado de su casa, toda la paga se iba en el carburante, o casi”. “Te proponían agotadores empleos a media jornada, físicos, en la gran ciudad a 40 kilómetros de casa. Pagar la gasolina para hacer la ida y vuelta cada día te habría costado 300 euros al mes”, lamenta Édouard Louis, discípulo de Eribon, en Qui a tué mon père (2018), un epílogo en forma de panfleto a Para acabar con Eddy Bellegueule (Ediciones Salamandra), la historia de su infancia y adolescencia en una familia desestructurada en el norte de Francia.
La protagonista de El muelle de Ouistreham (Anagrama), el libro en el que la reportera Florence Aubenas cuenta sus experiencias como mujer de la limpieza en la costa normanda durante la última crisis económica, topa varias veces con un consejo similar. “Usted necesita un coche”, le dice su jefe en un trabajo como limpiadora de un ferri que cruza el canal de la Mancha. “También le aconsejo que se agrupen varios para compartir el precio de la gasolina, si no perderá la paga en carburante”.
Relato dickensiano
El libro de Aubenas es un relato dickensiano del mundo de las empresas de trabajo temporal, en lo más bajo del escalafón salarial. Las peripecias de la protagonista se desarrollan en los campings, zonas industriales y pueblos portuarios donde trabaja. Además de en los hipermercados donde pasa sus ratos de ocio: no-lugares que son un escenario habitual de la literatura del malestar francés. También para Annie Ernaux los híper son uno de los espacios de este país feo y anodino, alejado del pintoresquismo de las postales turísticas. En Journal du dehors (1993), donde la autora anota con frialdad quirúrgica acontecimientos externos que la rodean, aparecen varias escenas en las que las cajeras son humilladas por clientas altivas.
Aunque Francia es uno de los países más igualitarios del mundo, las clases sociales están marcadas. Y una barrera entre ellas es la educación, uno de los ejes argumentales de Regreso a Reims, de Eribon. “¡Los destinos sociales están marcados! ¡Todo se juega de antemano!”, escribe. Basándose en su propia experiencia, sostiene que la escuela no sirve como ascensor meritocrático. Él llegó a la universidad, pero nunca cruzó las puertas de los santuarios de la élite educativa como la Escuela Normal Superior. “De hecho”, escribe, “las clases desfavorecidas creen acceder al lugar del que antes estaban excluidas, pero, una vez que acceden, estas posiciones han perdido el lugar y el valor que tenían en un estado anterior del sistema”.
En Leurs enfants après eux, de Nicolas Mathieu, los adolescentes —un obrero, una burguesa y un pequeño traficante de drogas árabe— viven atrapados en el valle siderúrgico en el que residen. Solo la burguesa escapa de aquella especie de Macondo posindustrial donde se proyectan los dramas y las ilusiones de la Francia de finales del siglo XX. “Esta vida que se tejía casi a pesar de ellos, día tras día, en este agujero perdido que todos habían querido abandonar, una existencia parecida a la de sus padres, una maldición lenta”, dice el libro. No hay escapatoria y no es difícil imaginarse a Anthony, el protagonista quinceañero a mediados de los noventa, como un chaleco amarillo cuarentón en 2019.
Babelia
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