El maestro que no quería que le llamaran maestro
Gracias a Chicho Ibáñez Serrador hemos recibido toneladas de entretenimiento en una época donde lo previsible era insoportablemente rutinario
Sucedió hace dos años. Uno de los días más emocionantes de mi vida fue en realidad una tarde-noche. Aquel día, Chicho Ibáñez Serrador aceptó venir por sorpresa a mi modesto pero orgulloso programa para dar una sorpresa a Juan Antonio Bayona, el director de cine. Su hijo Alejandro lo hizo posible y todo fue calculado y ejecutado como un buen guion de suspense. Bayona —fan declarado— no podía sospechar que íbamos a darle esa sorpresa y, mal me está decirlo, creo que somos buenos en eso. Entiendo mi trabajo como una búsqueda constante de momentos televisivos. Hay que buscarlos con toda la pasión porque ese es el motor de nuestro trabajo. Eso lo aprendí viendo los programas de Chicho.
Aquella tarde, uno de los genios más brillantes de la historia de nuestra televisión jugó con nosotros. Estaba en silla de ruedas, con su jersey beige y toda la predisposición del mundo. Al darle la mano me emocioné, aunque no se lo dije. El hombre que había hecho los programas que marcaron mi infancia estaba conmigo y me escuchaba. Eso se dice muy pronto y se asimila muy lentamente. Más bien, se disfruta y se recuerda para siempre. Le dije lo importante que eso era para nosotros, para todo el mundo. “Si la tele fuera una religión, este hombre sería el Papa" , comenté con mi equipo. Él lo sabía, pero prefería pasar de lado entre los parabienes. “No me llames maestro, llámame Chicho”, diría después en el programa. Hablamos de tele, me contó que su cabeza no para. Hasta tuvo algún calificativo para los directivos cortoplacistas. “Estoy convencido de que hay gente dirigiendo televisión a la que no le gusta la tele”, le dije. Sonrió.
Luego vino lo mejor. Bayona habló de sus influencias, habló de Chicho y yo le dije que se girara y viera quién entraba por la puerta. Era Ibáñez Serrador, claro. El público se puso en pie y le premió con una ovación. Bayona exclamaba “¡Es el de verdad!” y le saludó con una reverencia. Luego disfrutamos de su presencia. Le costaba hablar pero se hacía escuchar. “No me dejaban entrar”, bromeó. “Una chica me preguntó dónde iba y yo le he dicho que adonde oigo aplausos”. Yo estaba atolondrado; quería demostrarle con nuestro trabajo concentrado en pocos minutos lo mucho que le queríamos, lo mucho que nos había influido. “¿Qué debe tener un buen programa, Chicho?”. “Que atraiga. Que cuente algo. Inteligente o no. Y nada más”.
Hoy estamos tristes, pero deberíamos estar contentos por haber sido contemporáneos de él. Por haber recibido toneladas de entretenimiento en una época donde lo previsible era insoportablemente rutinario. Chicho dinamitó todo aquello con sus programas que eran garantías de evasión y de felicidad. ¿Quién puede decir eso? Solo los más grandes. Los que quedamos por aquí estamos obligados a guardar su memoria y aplicar sus enseñanzas que quizás se resuman en lo que le dijo a Bayona en directo: “Traduce para el gran público lo que sientes. Si no sientes…”. En eso estamos, Chicho. Hasta siempre.
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