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EL DOLOR
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una mujer espera

Ariadna Gil interpreta uno de los mejores trabajos de su carrera a las órdenes de Lurdes Barba: ‘El dolor’, diario de guerra de Marguerite Duras

Marcos Ordóñez
Ariadna Gil, en la obra El dolor, de Marguerite Duras, dirigida por Lurdes Barba. 
Ariadna Gil, en la obra El dolor, de Marguerite Duras, dirigida por Lurdes Barba. David Ruano (Tnc)

En abril de 1985, justo después de El amante, el mayor éxito de su carrera, Marguerite Duras publica El dolor, un dietario escrito en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, mientras esperaba el retorno de su marido, Robert Antelme. Como ella, escritor y miembro de la Resistencia. Una historia terrible. Su hijo había muerto en 1942. Antelme fue deportado a los campos de Buchenwald y Dachau en 1944. Ese mismo año, Duras emprende su búsqueda, acompañada por su amante, Dionys Mascolo. François Mitterrand, también en la Resistencia, localiza a Antelme en Dachau en 1945 y le rescata de milagro. Esto es un simple resumen de las muchas historias que laten tras El dolor. En 2008, Patrice Chéreau y Thierry Thieû Niang la adaptaron al teatro, interpretada por Dominique Blanc. La obra se vio en Salt, en Temporada Alta, en función única, y en 2010 en La Abadía, en cuatro sesiones. En 2018, Emmanuel Finkiel llevó el texto al cine, con Mélanie Thierry en el rol de la Duras.

El TNC de Barcelona tiene en cartel la versión catalana, a cargo de Maria Lucchetti, dirigida por Lurdes Barba y protagonizada por Ariadna Gil. Ni Barba ni Gil se prodigan demasiado en teatro. De Lurdes Barba recuerdo sus estupendos montajes de Lluïsa Cunillé. En los últimos años, Ariadna Gil ha brillado, cada vez más delicada y poderosa, en Los hijos de Kennedy (2013), Jane Eyre (2017) y Vania (2018), que dirigieron, respectivamente, José María Pou, Carme Portaceli y Àlex Rigola. Me vuelve Rona, una portavoz de los derechos civiles y el movimiento hippy, que Ariadna Gil interpretaba, escribí, con sostenida verdad y creciente indignación. Más cerca, la sensata, apasionada y valiente Jane Eyre. Y en otro registro, la Elena, mitad maga y mitad depredadora, de la obra de Chéjov. Creo que la búsqueda de todos esos trabajos confluyen ahora en el del TNC.

La escenografía de Francesc Torres, la iluminación de Maria Domènech y la música de Jordi Collet recrean admirablemente el territorio de El dolor. Un espacio a media luz, como si todo se hubiera vuelto irreal, como un mal sueño lleno de sombras y ruinas. O una noche en pleno día. Un tiempo distorsionado en el que la voz ha de llegarnos un tanto sonámbula. Cuando Marguerite Duras reencontró sus diarios de guerra en los armarios azules de su casa en Neauphle-le-Chateau se dijo: “Sé que soy yo quien ha escrito eso, porque reconozco mi letra y el detalle de lo que cuento. Vuelvo a ver el lugar, los trayectos, pero no me veo escribiendo este diario. ¿Cuándo lo escribí, en qué año, a qué horas del día, en qué casa?”.

Esa es la voz que nos envía Ariadna Gil, nunca de modo monocorde. Es una voz que puede romperse como un vidrio. Quizás la clave sea que nunca quiere mostrar un gran dolor, una modulación desaforada. Hay en Ariadna Gil un pudor, una voluntad de no dejarse caer en el grito. Una respiración que llega a lentas bocanadas, como cuando se come poco a poco, tras un largo tiempo de ayuno. Y una voz a ratos neutra, porque Duras no quería “hacer literatura”, aunque sus frases brotaban lentas y poderosas. Lurdes Barba cita, a modo de clave posible, esta otra sentencia del texto: “El dolor es tan grande que se asfixia, no tiene aire. El dolor necesita espacio”. Por tanto, no hay que darle espacio al dolor. Esa voz necesita una respiración atenta para sobrevivir al agotamiento total.

El dolor es, esencialmente, el diario de una espera. Los grandes acontecimientos se zanjan en pocas palabras: “Los aliados avanzan en todos los frentes. Berlín arde”. Cada día, Duras va al centro de Orsay para esperar novedades, listas de supervivientes. Esas son las grandes noticias que tardan en llegar. De repente hay chasquidos de rabia: los discursos de De Gaulle le parecen triunfalistas, pomposos. Lo serán, dice, mientras sigan llegando nuevas revelaciones de la atrocidad nazi. Hay un pasaje atroz: habla de las mujeres encargadas del estrangulamiento de niños judíos. “Ese nuevo rostro de la muerte organizada, racionalizada”. No puedo decir más. Duras y Gil hablan de lo que no se puede ni se quiere olvidar: la tortura y la muerte de todos los judíos en los campos.

Hay una imagen que me hace pensar en Natalia Ginzburg. Al fin, un poco de luz. “Fue el primer verano de paz. 1946. Una playa en Italia, entre Liorna y La Spezia. Sé que estábamos los cuatro. Robert y su amiga Gina. Dionys y yo”. El mar azul. Una marejada muy suave, como un respirar en un sueño profundo. Un pensamiento que vuelve a cada hora del día: “No murió en el campo de concentración”. Gran literatura. Sin reelaborar, escupida sobre el papel. Gran teatro, como en todo aquello donde tiembla la verdad. Gracias, Lurdes Barba, Ariadna Gil, todo el equipo, por devolvernos este texto.

El dolor. Marguerite Duras. Dirección: Lurdes Barba. TNC. Barcelona. Hasta el 30 de junio.

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