El lector de ‘Moby Dick’ que cruzó el océano para pedir perdón a la ballena
La aventura del italiano Vittorio Fabris acabó en naufragio, pero ilustra la vigencia de la obra de Melville en el bicentenario de su nacimiento
Llámenle Vittorio. Hace más de un año, como el Ismael de Moby Dick, pensó que se iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Vittorio Fabris tenía 76 años y una modesta experiencia como navegante cuando, el 26 de abril de 2018, zarpó de Venecia en su velero de 30 pies, para emprender en solitario una travesía de más de 20.000 millas alrededor del mundo, inspirada por su obsesión con la gran novela de la ballena de Herman Melville.
Las cosas no salieron de acuerdo a su plan. Pero la aventura de Vittorio permite celebrar la vigencia de un clásico de la literatura universal, así como la figura de un autor, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 200 años, al que Moby Dick, lejos de la gloria que le acabaría procurando muchos años después de muerto, no le proporcionó en vida más que cuatro décadas de oscuridad.
A la muerte del autor en 1891, Moby Dick no había vendido más de 3.715 copias, cinco veces menos que Taipi, su primer libro, que impuso a Melville la condena del éxito temprano. No fue hasta la Primera Guerra Mundial que se empezó a comprender que la novela, como escribe Nathaniel Philbrick en su libro Por qué leer Moby Dick, contenía poco menos que el código genético de Estados Unidos. Los sueños y los conflictos que contribuyeron a una revolución y a una guerra civil, y que siguen marcando el devenir de una nación. Liberada de su momento histórico, Moby Dick se convirtió en el inagotable océano de contenido que es hoy.
“La gran ballena blanca simbolizaba la naturaleza y la inherente amenaza que representaba para el hombre”, explica, por ejemplo, Vittorio. “Pero hoy es el hombre el que supone una amenaza para la naturaleza. Trabajé 30 años en el puerto y vi cómo disminuía y empeoraba el pescado que llegaba. Hemos hecho un daño incalculable”. Por eso se embarcó Vittorio. Por eso adornó su viejo velero Mia con un cartel que resumía sus poéticas intenciones: “Voy a pedir perdón a la ballena”.
Y si uno busca a la ballena o, al menos, lo que ha sido su relación con el hombre, el primer destino es obligado: Nantucket. De esta pequeña isla en la costa de Massachussets zarparon el ficticio Pequod y también el real Essex, el 12 de agosto de 1819, cuyo hundimiento por una gigantesca ballena sirvió al autor de inspiración para el desenlace de la novela.
Nantucket dominó la industria ballenera en los siglos XVIII y XIX. Hoy, sus calles empedradas son hábitat de adinerados veraneantes y en sus muelles amarran yates de lujo. Pero la ballena sigue omnipresente en los logos de las finas boutiques y los caros restaurantes.
“Nantucket, sacad el mapa y miradla”, reclama Ismael. En el capítulo 14, titulado con el nombre de la isla, el narrador dedica una sucesión de chistes a su frágil naturaleza arenosa y su simbiosis con el océano, antes de proclamar: “Dos tercios de este globo terráqueo son de los habitantes de Nantucket, pues el mar es suyo, lo poseen como los emperadores poseen imperios”. Sucede que Melville ni siquiera había visitado la isla cuando escribió Moby Dick. Por eso el autor fue libre para recrear Nantucket, que representaba para él el afán expansivo de EE UU. En la isla, Melville no buscaba la historia, sino la mitología. Igual que Vittorio.
Bohemio, escritor aficionado y dueño de un restaurante frecuentado por artistas y poetas, Vittorio llevaba en su barco una escultura de una ballena, obra del artista italiano Carlo Pecorelli, que quería entregar como obsequio al Museo Ballenero de Nantucket. Esperaba cruzar el Atlántico y llegar a la isla en un mes. Pero dos meses después de zarpar, se encontraba aún al borde del Mediterráneo.
Atravesó el Estrecho de Gibraltar rumbo a las Azores, pero una madrugada su embarcación fue golpeada por un extraño objeto. El percance le hizo regresar a Gibraltar para reparar daños. Al poco de volver a desplegar velas, sufrió una avería en el sistema automático de dirección, que le llevó a dirigirse al sur, hacia las islas Canarias, para solucionarla. Cuando el sistema estuvo arreglado, ya había llegado la temporada de huracanes que desaconseja atravesar el Atlántico por el Norte. Así que Vittorio emprendió la mucho más larga ruta del sur. Pasó por Cabo Verde en enero, por Guadalupe en marzo y, en abril, un año después de comenzar la travesía, llegó a Santo Domingo. Estaba a punto de empezar lo peor.
Rumbo al norte, las tormentas casi ponen fin a su aventura en las Carolinas y, después, en Nueva Jersey. Las televisiones locales recogieron los espectaculares bandazos de aquel misterioso velero que decía dirigirse a pedir perdón a la ballena. “Fue una cosa romántica”, resume el marinero. Y 14 meses después de abandonar Venecia, al fin, las casas de madera gris de Nantucket ya estaban al alcance de la maltrecha vista de Vittorio.
“Veía las playas frente a mí. Ya había puesto el motor y, de pronto, se sobrecalentó y se paró”, recuerda. Sin tiempo para echar el ancla, la corriente arrastró al velero a aguas poco profundas. Una embarcación de rescate que estaba por allí escuchó la llamada de auxilio y remolcó al Mia hasta tierra firme. Desafortunadamente, no se trataba de un operario del puerto de Nantucket, sino de Cape Cod, en la costa continental estadounidense. El sueño de Vittorio quedaba varado al otro lado de las playas que buscaba. Y el anciano marinero, condenado a tratar de explicar al mundo civilizado, con ese absoluto desconocimiento del idioma inglés del que solo los latinos son capaces, qué demonios hacía aquí solo en un pequeño velero con ese extraño cartel.
La ballena y el capitán Ahab. La naturaleza y el hombre. Lo salvaje y la civilización. Vittorio Fabris y el joven agente Opie que, sentado con él en una mesa del club de yates de Falmouth, se rasca la cabeza rapada mientras hojea atónito los documentos que le entrega Vittorio, algunos de ellos manuscritos, mientras este trata de explicarle en italiano que el velero es suyo, que se lo compró a un hombre en 1973 y que gracias a que el barco es tan viejo está Vittorio hoy aquí, pues ya no los fabrican tan resistentes.
Seb Agapite, comodoro adjunto del puerto, inmigrante italiano de segunda generación, ayuda a Vittorio con estas gestiones mundanas. La comunidad italiana de Cape Cod se ha volcado con él. Una comunidad que ni siquiera era consciente de serlo hasta que este viejo marinero apareció en sus costas. “Yo no conocía a nadie, y nos hemos hecho muy amigos”, explica Agapite. “Cada uno le ayuda como puede. Tiene suerte de estar vivo. Está casi ciego de un ojo, no habla una palabra de inglés, su equipamiento no funcionaba bien. Hay algo de suerte, pero también es carisma”.
Los dueños de un restaurante italiano local le proporcionaron comida. Y otros pusieron en marcha una campaña de micromecenazgo para financiar el regreso de Vittorio, que habría de ser en avión. Nantucket era solo el principio. Después, Vittorio planeba poner rumbo al sur, doblar el cabo de Hornos y seguir las rutas balleneras del Pacífico donde la gran ballena blanca hizo naufragar al Essex.
Pero no pudo ser. Y no importa. Tampoco el capitán Ahab logró llevar al Pequod a buen puerto, ni el propio Melville consiguió que aquella novela en la que tanto confiaba convenciera a los críticos o le proporcionara un sustento para su familia.
Vittorio pudo, al menos, entregar la escultura de la ballena al museo de Nantucket. Preguntado sobre lo que más echó de menos en el mar, dibujaba con sus manos las curvas de una mujer. “Llevo más de un año sin ver a mi pareja”, lamentaba. El 17 de julio, Vittorio embarcaba en un avión de regreso a Italia. Terminaba la que ha sido una “experiencia fundamental” en su vida: “La próxima vez que quiera decir algo a la ballena,le mandaré un correo electrónico”.
El escritor que expandió la narrativa estadounidense
Podría decirse que la literatura americana se fundó en una granja de Pittsfield, Massachusetts, alrededor de los años 50 del siglo XIX. Hasta entonces, nada había dolido ni pretendido demasiado. Todo lo que había hecho la literatura americana era intentar encontrar su lugar siguiendo los pasos, cada vez menos torpemente, de la literatura europea, para entonces, ya compleja y fecunda. Pero ocurrió que un tipo de frondosa barba y espíritu irremediablemente aventurero —pues, dada la crisis de la época, no fue capaz de encontrar un trabajo en tierra firme—, al que incluso había apresado y vendido una tribu caníbal, decidió que iba a tomarse en serio como escritor. Después de un estrepitoso e inesperado fracaso —su último libro de viajes, una autoficción sobre sus peripecias en distintos balleneros en los Mares del Sur, no había funcionado como esperaba—, se trasladó a una granja en Pittsfield, decidido a escribir algo nuevo.
Se estaba fraguando, en el propio Herman Melville, por entonces ya lector voraz y ambicioso, la idea misma de literatura (norte)americana, sin que él tuviera forma de sospecharlo. Acababa, Melville, de regresar de un viaje a Europa, e influido por todo lo que había leído, más las conversaciones que mantenía con su vecino, Nathaniel Hawthorne, empezó escribir algo que a la vez comprimía lo vivido y lo elevaba a algo más que mera experiencia. Cuesta creerlo pero hasta Moby Dick, la literatura americana no había sido capaz de convertir la experiencia de lo americano en profunda y alegórica obra de ficción universal. Así que podría decirse que Herman Melville fue el hombre que pintó por primera vez el espíritu americano y que lo hizo exprimiendo un yo aventurero que no podía ser sino americano, trazando así el hasta entonces más certero esbozo de lo que, en 1868, John William De Forest daría en llamar gran novela americana.
El propio Hawthorne, y, años más tarde, Mark Twain —Las aventuras de Tom Sawyer llegaron una década después del artículo de De Forest—, figuran entre los padres de aquella nueva novela americana, aunque es a Melville y a su Moby Dick, la ballena blanca que le inspiró una de las montañas que divisaba desde aquella granja de Pittsfield, a quien Estados Unidos y su clase literaria, debe la expansión del alcance de la novela como algo más que mera peripecia. Fue Melville quien antes que nadie hizo de la novela americana fascinante método de investigación artístico filosófica, a la manera en que los europeos lo hacían ya. Expandió los límites de una hasta entonces poco reflexiva narrativa que fue creciendo también dentro de su propia obra —si en 1851 publicaba Moby Dick, dos años después lo hacía Bartleby, el escribiente, su otra cima—, e hizo de América por primera vez el cuadro y la pintura.