Conjuro contra el mal fario
Israel Galván inaugura el festival y a la vez abre el teatro madrileño con una muy personal visión del clásico de Falla
Ha sido la danza, muchas veces laboratorio y territorio de pruebas, y ahora quien ha abierto brecha en la senda de la llamada “nueva normalidad”, algo entre entelequia y orden con rigores que nadie define con claridad y que nos acecha como la gran égida coreográfica en el que nos moveremos, como sociedad civil, quién sabe hasta cuándo. Así las cosas, en los Teatros del Canal se planificó una “fiesta” performativa tan desconcertante como inoportuna. ¿Quién está para jolgorio? ¡Estamos de verdadero luto! La muy errática decoración interior de la Sala Roja con siniestros maniquíes y matojos, ideada por Blanca Li como directora artística del teatro sede, solapó agresivamente al propio protagonista, Israel Galván y al acto de baile que proponía. Todo aquel vulgar efímero modificaba —para mal — el sentido último de la velada. Y de paso, aquella parafernalia postiza era inapropiada obertura al trabajo cerebral del sevillano: actores cómicos gritando, percusionistas atronando, un quinteto tocando en el mismo escenario principal donde debían confluir el bailarín y sus músicos, ¡todo sonando a la vez! Un despropósito formal y artístico. La profesión y el público en general ha recibido esto con disgusto.
Decimos alegremente que la danza y el ballet deben reinventarse, pero eso es toda una revolución interna y complejísima que está por ver
Mucho han cambiado los tiempos para que los herederos de Manuel de Falla permitieran el muy particular trabajo y sus manipulaciones (sonoras y temporales) de Galván y el pianista Rojas Marco sobre el original, pues han sido reacios a dar esos permisos, celosos de la custodia, pero en una más que discutible postura ante el arte de vanguardia, porque en definitiva, ¿qué fue Don Manuel en su tiempo sino un artista de vanguardia, en la avanzada sonora de la época junto a Debussy, Stravinski, Satie y tantos otros?
Quien piense que esta es una programación recurrente o de ocasión, es que no conoce bien o nada a la directora del festival, la bailarina y coreógrafa Aída Gómez. Ella ha sabido adaptarse a las circunstancias y ha creado una línea de alerta que comunica, desde su propuesta, varias hipótesis de futuro; decimos alegremente que la danza y el ballet deben reinventarse, pero eso es toda una revolución interna y complejísima que está por ver.
Para quienes seguimos sintiendo como un ente vivo, inspirador y poderoso las grandes partituras de baile de Manuel de Falla (El amor brujo; El sombrero de tres picos, ambas con sus varias y sucesivas versiones y a las que podemos sumar sin que nos tiemble el pulso las Cuatro piezas españolas y los bailables de La vida breve) la biblia de cabecera sigue siendo el libro de Antonio Gallego (Alianza Música, 1990) y es verdad que han pasado 30 largos y exactos años pero su demostrada utilidad sigue intacta; en sus páginas y muy accesible erudición encontramos quizás las claves de algunas de las aguerridas presencias de Galván que, erre que erre, salta convenciones y sigue hurgando en el ignoto meollo de lo que llamamos de común Ballet Flamenco, género que aún carece de su propia historia escrita con rigor científico y moderno. En esos anales, Galván tendrá su rol.
Galván divide su Amor brujo también en dos partes, como establece en origen el libreto definitivo de María Lejárraga-Martínez Sierra, solo que la acción está seccionada a partir de la caracterización en travestí del bailarín-bailaor, que primero se presenta con un dibujo caricaturesco, esperpéntico y que hasta sospechosamente farsantea su propia encarnación. Se acompaña de un piano vertical manipulado (podemos hablar del mítico “piano preparado” de Cage, aquí preparadísimo hasta su autodestrucción) y un cantaor que se presta también a recitativo y otros parlamentos. Es un todo posdadaísta y deconstruido a conciencia. La disección es argumentario.
Culminada su venganza contra tablaos, tipismos y latiguillos del oficio, Galván crea ese personaje desabrido y desengañado, a vueltas de todo dentro y fuera del entarimado, que se adivina a sí mismo un futuro presagioso. Como un atleta de la posmodernidad memorial, el coreógrafo juega al fundido y la superposición aleatoria, enriquece el fresco, cita lo popular, gestiona las referencias (el infiernillo del fuego, las cartas, el espejo, los conjuros). Él es su propio espectro atemorizante. Hace letanía de los nombres vernáculos de mujeres del oficio. Ya las campanadas sonaron antes.
Es difícil que un artista (hoy maduro y en posesión holgada de sus mejores herramientas) tan fuertemente respondón y “enterao”, como inquieto y propio, no vea El amor brujo como un corsé del que, una vez dentro, es difícil desatarse y gravitar, ya dueño, a su instinto y como sistema expresivo.
Lleva así Galván la lectura a terreno propio y propicio, digno, muy suyo pero esencialmente degustado en una idea singular de aquello de “respetar al maestro Falla”, que no venerarlo de manera baladí. Si Falla tiene aún un gran valor artístico permanente, amén de otras glosas, es precisamente ser materia de desbroce y búsqueda, de hallazgo teatral y sonoro, ese tentador exprimido de la esencia estilística hasta encontrar hilo propio. Un romance de tú a tú.
Un cierto aire de descuido formal, de performance arrabalera como las que nos cabe imaginar sucedían en el café Voltaire de Zúrich o en cualquier animación voluntariosa de entonces, no hace más que ratificar el buen instinto de Israel por desmarcarse del grupo y recrearse en su propio sistema.
Babelia
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