Marsé, un día volverá
La familia despide al escritor en un acto íntimo y esencial, como fue su literatura
Un olivo centenario solo en el páramo; dentro, a la izquierda, el nombre, el día de la muerte, la edad y el atributo: “novelista”. A la derecha, de nuevo el nombre y una fecha (1933/2020) debajo de un somero “Gracias y hasta luego”. El escritor de algunas de las frases y párrafos más bellos y bien adjetivados de las letras españolas contemporáneas, Juan Marsé, se despedía con esa sobria parquedad en el recordatorio que se entregaba este martes en su funeral en Barcelona, tras fallecer el domingo. Ni falsa modestia, ni falta de imaginación. Era pura coherencia de quien, a pesar de obras como Últimas tardes con Teresa, Un día volveré, Si te dicen que caí o Rabos de lagartija, cuando las terminaba decía, inexorablemente: “Siempre tengo la sensación de que no he aprendido nada para la próxima; uno siempre comienza de cero”.
Como siempre fue su adjetivo fue, pues, el acto: esencial, sobrio, certero, quizá insólito, refulgente, diciendo mucho en nada; por ejemplo, el detalle de su nombre una vez en catalán y otra, en castellano y texto bilingüe; o el ataúd claro, sin adorno alguno, sobrio como el frondoso centro de rosas rojas y su envolvente lazo blanco, aparentemente sin inscripción visible. La misma fuerza de un Marsé niño, de apenas cinco o seis años, en la imagen colegial proyectada en la sala, en una mesa frente a un libro y otros en un lado, sus dos auténticos mundos, la infancia y la literatura.
El Mediterráneo de Joan Manuel Serrat abrió el acto, homenaje de amigo a amigo, el cantautor allí presente, junto a la treintena de personas enmascaradas que salpicaban la sala, alejados por unas recomendaciones sanitarias por el rebrote del coronavirus que quizá justifiquen las ausencias institucionales y de sector. Pero el acto tenía así la dimensión de un pequeño núcleo familiar, de esas verbenas de barrio, espíritu muy del gusto de un Marsé que, por trayectoria vital, sabía de ausencias de padres.
Sacha, el hijo, sostenía a su madre, Joaquina, abrazándola, mientras a Berta, la hija, lo hacía Guillem, el mayor de los suyos, hasta que subió a decir unas palabras. Y el nieto, con listeza genética, describió al abuelo leyendo su autorretrato de los años ochenta. Y ahí asomó el hombre que llevaba “un relámpago negro en el corazón y en la memoria”, que “habría preferido pasar de largo de sí mismo”, alguien que “no se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera”, y al que “las banderas le producen auténtico terror”, el mismo que “come ensaladas y escribe a mano” y que, como corolario, “vestido de diablo y ligero de equipaje (…) se va por fin al infierno. Abur”.
“Es inesperado e irreal que te hayas ido en un momento como este”, constataba con voz entrecortada Glòria Gutiérrez, que habló como amiga de más de 35 años gracias a ser también de sus primeras lectoras en la Agencia Literaria Carmen Balcells, cuyo resto de la plana mayor (Luis Miguel Palomares y Carina Pons) contenía como podía la emoción. Se mostraba aún hoy sorprendida de que “libro tras libro tuviera esa creatividad y esa capacidad de desplegar aquella ironía”, obras que le llegaban en “esos manuscritos suyos tan perfectos, tan amorosamente trabajados”, “un perfeccionismo, un rigor, una manera de enfrentarse a la lengua, al texto y a la realidad que es lo que aún se valorará más dentro de muchísimos años, cuando ya haga tiempo que no queden escritores que trabajen así”. Marsé un día volverá, aún más grande, si cabe.
Ya oficiado el acto laico, al son del cinéfilo As time goes by de Casablanca, en minúsculos corrillos, distancias ya menos oficiales, languidecía alguna información complementaria (“los últimos meses se le notaba, y él lo decía, que estaba muy cansado”; que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, había hecho una visita relámpago poco antes…) y muchos recuerdos: de amigos como Silvia Sesé, la editora de Anagrama; la que lo fue codo con codo muchos años con él, Sílvia Querini (“hace un año se me murió un hermano, Claudio López Lamadrid, y ahora, un padre”), la escritora Cristina Morales (que apenas cruzó nunca palabra con él, pero que acudió por pura admiración)…
Alguien recordó que, como ya avanzó en el discurso cuando recogió el Cervantes, su cuerpo sería cenizas, pensando en entregar un 10% de ellas a la agencia por lo feliz que le habían hecho. Todo estaba dicho o sentido, pero en el ambiente flotaba un esperar algo más. Quizá la clave estaba en otro detalle: la sucesión de imágenes que había cerrado el acto y que explicaban una vida más personal que literaria (él, con camiseta imperio en el taller de joyería de 1947; junto a Gil de Biedma; junto a su mujer, con los hijos, con los nietos, con Mendoza y colegas en Casa Leopoldo, en Calafell…) acabó con la no menos icónica del escritor enfundado de diablo que dio pie a su autorretrato. Y quizá los presentes en el funeral, con esa imagen en la retina, esperaban, como Néstor y los otros chavales que pueblan Un día volveré que el anarquista Jan Julivert ha regresado al barrio, que Marsé desentierre sus pistolas y los redima de miserias pasadas y presentes. Marsé, un día volverá.
Babelia
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