Oropéndolas, alcaudones y el coronel Meinertzhagen
Inesperada irrupción del violento militar, naturalista y espía en un final de vacaciones observando aves
Dos de los pájaros más notables de mi verano son los alcaudones, al inicio, y las oropéndolas, hacia el final. Es difícil encontrar dos aves más distintas. La segunda, en latín oriolus oriolus (de aureolus, pájaro dorado) y que los catalanes llamamos oriol, es el ave solar por excelencia en Europa: los machos son de un amarillo brillante espectacular y contemplarlos perchados en un árbol cuando las nubes se abren y un rayo de sol ilumina sus cuerpos de oro sobre una rama es una visión que conmueve hasta el tuétano. Migrantes, son criaturas esquivas, de vuelo rápido y que se esconden en el follaje; a menudo solo las atisbas como un rápido fogonazo que te deja boquiabierto pensando si es cierto lo que has visto. En Gran Bretaña, donde llegan muy ocasionalmente, la presencia de un ejemplar es saludada casi como un acontecimiento nacional. Tengo la chamba de que desde hace años una bandada de media docena de individuos, machos, hembras y juveniles, llega puntualmente cada final de agosto, casi el mismo día, a mi casa en la montaña atraída por una higuera que tiene sus frutos maduros justo entonces (no en balde los portugueses las llaman, a las oropéndolas, papa-figos). Están ahora. La combinación del ave amarilla con el verdor de las grandes hojas y el aroma dulce de los higos, resulta en una experiencia a la vez de una magia y una sensualidad arrebatadoras.
Los alcaudones son otro cantar, y valga la expresión. Pájaros más pequeños (las oropéndolas son como un mirlo) pero robustos y macizos, de pico poderoso y comportamiento como si se creyesen rapaces, se posan bien visibles en oteaderos conspicuos. Su costumbre, muy distinta a comer higos, de empalar a sus presas -invertebrados, reptiles, anfibios, pequeños mamíferos y otras aves (a las que atraen imitando su canto)- en espinas, pinchos o alambradas (sus despensas), les ha granjeado el nombre del género, Lanius, “carnicero”. También se les llama verdugos. En el caso del alcaudón común (L. senator) la asociación es fácil pues, aparte de sus siniestros hábitos empaladores, presenta como una capucha marrón y una especie de antifaz negro que le asemejan a un miembro de la familia Sanson, los virtuosos del hacha y la guillotina. Son esos alcaudones los que veo habitualmente en Formentera a finales de julio y principios de agosto. Y pese a sus cruentas costumbres me son simpáticos. Más aún tras descubrir la conexión con el desmesurado coronel británico Richard Meinertzhagen (1878-1967), soldado, naturalista, viajero, cazador y espía y uno de mis personajes favoritos, aunque menudo pedazo de cabrón era (véase su biografía Meinertzhagen, soldier, scientist & spy, de Marck Cocker, Mandarin, 1990).
Célebre por su carácter violento (y que justificaba por haber sufrido abusos en la escuela en Essex, el tío), mató a varios soldados alemanes con una maza africana (véanse sus andanzas en los King African Rifles en su Diario de Kenia, Ediciones del Viento, 2012), estuvo en Tanga (la batalla), se cargó a 17 agentes bolcheviques en Ronda, ametralló arteramente en Kenia a los líderes de la revuelta Nandi durante unas conversaciones de paz, y liquidó de un disparo a un duque prusiano después de que este le invitara a comer (no está claro qué le sirvió). Amigo de Lawrence de Arabia (del que siempre dijo que era un tipo cachondo y nada atormentado), reclutado para tratar de salvar al zar y su familia, Meinertzhagen (es célebre la anécdota de su encuentro con Hitler en 1938 cuando tras saludarle Hitler con el usual ¡Heil Hitler!, él le contestó ¡Heil Meinertzhagen!, ante lo que no se río el Führer y los guardias de las SS tragaron saliva como los legionarios de Pilatos de La vida de Brian), es de esos tipos ante los que te sientes perplejo e indeciso, héroe sí, pero también vaya un canalla, que hasta robaba libros y ejemplares en el Museo de Historia Natural de Londres amparándose en su fama (hasta que lo pillaron in fraganti: por cierto, mi baqueteada edición de su biografía tiene sello de la biblioteca del condado de Hampshire, división de Portsmouth, pero yo no recuerdo haber estado nunca en Portsmouth, señor agente, y mira que me acordaría porque allí tienen el Victory y el Mary Rose).
Pues bien, aparte de por ser un ornitólogo de fama mundial, la relación del coronel con los alcaudones viene a través del gran estudioso de los mismo Phillip Clancey (1917-2001). Clancey, autor de obras de referencia como The Birds of Natal and Zululand (1964), luchó en la II Guerra Mundial en Italia donde se quedó sordo de una oreja a causa de un ataque de artillería, lo que no le impidió seguir su vocación ornitológica durante el conflicto (con el peligro que supone estar pendiente de las aves en medio de los combates) y descubrir una variedad de alcaudón común, precisamente, en Sicilia. Tras la guerra, en 1948 y 49, Clancey acompañó como asistente a Meinertzhagen en una expedición a Yemen, Aden, Somalia, Etiopía, Kenia y Sudáfrica, que ya es viaje, y más con el coronel. En un momento del viaje los dos hombres tuvieron una intensa discusión sobre las avutardas de Namibia (soy incapaz de inventarme algo así) que se fue calentando en aquel tórrido clima y que acabó con ambos naturalistas echando mano de sus armas. Sólo la intervención del chófer de la expedición, Mr. Bezuidenhout, impidió que los ornitólogos se liaran a tiros por un quítame allá esa avutarda.
Clancey sobrevivió para emigrar en 1950 a Sudáfrica y convertirse en el conservador del Museo de Natal en Pietermartizburg, a pesar de no haber pasado de la escuela secundaria (este dato probablemente proviene de Meinertzhagen). En 1952 fue nombrado director del Museo y Galería de Arte de Durban, centro para el que lideró hasta 32 expediciones ornitológicas, como a Mozambique, siendo notable su capacidad para disecar aves. Desafortunadamente, y en línea con su ex colega de aventuras, parece ser que Clancey tampoco fue el más ético de los recolectores de especímenes y coleccionistas, como revelan Roger Lederer y Carol Burr en la sorprendentemente amena Latin for bird lovers (Timber Press, 2014). En un momento de su carrera fue arrestado por cazar pájaros sin permiso y le confiscaron la escopeta (que volvió a comprar luego en una subasta, dato que no sé porqué consideran relevante Leaderer y Burr, pero ahí queda). Soltero toda su vida, Clancey tuvo sin embargo una relación especial con los chochines (troglodytes troglodytes), ese pajarillo viejo conocido nuestro, a los que dibujó con esmerado realismo.
Así llega al final, aunque sin duda podríamos seguir mucho más, esta historia de oropéndolas, alcaudones y naturalistas, que evidencia que observar pájaros no es sólo un pasatiempo de lo más entretenido sino que te pone en contacto con grandes aventuras inesperadas, y gente realmente muy, muy rara…
Babelia
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