Blanca Portillo: “Tenemos la sensibilidad a flor de piel. Pero no lo expresamos”
“Bajaba a las butacas a conversar con el público. He visto lágrimas caer”, dice la actriz
Ahí están los ojos, el impresionante grito de silencio, el magnetismo de la mirada de la madre de Jesús. Son los ojos, quietos como una frontera, de Blanca Portillo, que protagonizó en el teatro la obra de Colm Tóibín El testamento de María. La actriz, que está pendiente del estreno de la película Retrato de mujer blanca con pelo cano y arrugas, abordó esa pieza como si estuviera dentro del cuerpo y del alma de la madre del hombre más decisivo de la historia, el hijo de Dios. Fue en 2014; antes y después, la actriz, nacida en Madrid hace 57 años, ha estado al frente de numerosos repartos y ha dirigido otros, pero en esta época en que la vida y la muerte se miran con asombro y rabia es natural que vuelva a quienes vieron en aquella función el fulgor implacable que contenía el silencio salvajemente herido de El testamento de María.
Pregunta. ¿Podría decirse que el grito de silencio de María se convierte también en una manera de decir de esta época?
Respuesta. Puede que tenga razón. En ese personaje había una contención muy grande y, es verdad, tenía carga emocional positiva y negativa. Muchísimo dolor, amor, rabia, todo muy guardado dentro. Y probablemente es lo que nos ha pasado en estos tiempos. Se nos han ido generando interiormente estados de ánimo muy fuertes, y tenemos la sensibilidad a flor de piel. Pero no lo expresamos. En primer lugar, porque no podemos. La forma de relacionarnos con los demás ha cambiado. Durante el confinamiento solo quería estar en silencio. No quería hablar, y eso no era obstáculo para que viviese un intenso estado emocional. Probablemente tenga algo que ver con todo eso. No tenemos manera de expresar lo que nos ocurre. Tengo la impresión de que ahora hay gente que está sacando más de adentro. Me da igual si es la rabia o la esperanza, pero ahora empieza a aflorar, porque todo este tiempo hemos estado muy sujetos. Es una situación muy anómala. No tenemos todavía información para comprender, no sabemos aún cómo manejarlo, cómo ser dentro de todo esto.
P. ¿Qué más podríamos hacer?
R. A nivel político es complicado, no debe de ser fácil para nadie. Pero no se trata de pelear por lo tuyo, sino por lo de todos. Eso no puede ser, porque, además, no hay referentes y porque, aunque los tengamos, nuestra capacidad de olvido es inaudita. En este tiempo de globalización nos hemos dado cuenta de que sin el otro no existimos. Si todos empujáramos hacia allí todo sería bastante mejor. Y si esto no nos enseña, pues no sé qué nos va a enseñar.
P. ¿Qué decía aquella mirada de María que usted llevó al teatro?
R. Era una mirada que obligaba al espectador a mirar su propia visión sobre el mundo. Es lo que hacen los personajes cuando están hechos desde el lugar desde el que hay que interpretarlos. Se convierten en un espejo, en una manera de obligar al espectador no a mirar a través de los ojos de María en este caso, sino a observar de otra manera desde sus propios ojos: los enfrenta a su mirada interior. Eso incomoda, pero también es sanador, porque nos analizamos poco, somos poco exigentes con nosotros mismos. En aquella obra se producía algo especial en los espectadores: se los colocaba en un lugar de sensibilidad del que no podían escapar.
P. ¿Qué le dejan esas actuaciones en las que hace suya la realidad que interpreta?
R. Me permiten entender al ser humano. Eso es lo que más valoro de mi profesión. Al vivir vidas que no son las tuyas aprendes a mirar el mundo desde otros sitios, y eso te permite entender, compartir o, en todo caso, empatizar y ser flexible con aquellos con los que no esté de acuerdo. Vivimos tiempos en los que parece que somos dueños de la verdad, “este es bueno, aquel es malo”. Nos cuesta ser permeables al pensamiento ajeno. Este trabajo me permite ponerme en lugares que no me corresponden, pero por los que tengo que transitar con todo mi ser y con toda mi posible inteligencia para intentar entender a los otros.
P. Pues ahora el mundo es como una película de buenos y malos…
R. Nos falta muchísima empatía: ponerse en el lugar del otro, aunque no compartas sus ideas. Nos movemos en ideas cerradas, poco generosas. En vez de buscar en qué nos parecemos, nos pasamos el día buscando las diferencias.
P. Así que el teatro rompe las paredes…
R. Absolutamente. Y cuando el trabajo está hecho desde ahí, el espectador no puede escapar. Se rompen los muros y le obligas a entrar en sí mismo y en la mirada de los otros. Por eso seguimos existiendo en el teatro: si no ya habríamos desaparecido. No es una conferencia: es un ser humano viviendo y haciendo sentir cómo es y cómo vive. He podido completar la gira que tenía con [la adaptación teatral de la obra de Virginia Woolf] Mrs Dalloway… La retomamos en cuanto se abrieron los teatros, en aforos mínimos. Bajaba al patio de butacas a conversar con los espectadores, enfrentados con sus mascarillas respectivas actores y público. Y he visto lágrimas caer. Hemos conseguido ir salvando los peligros de la pandemia y se han establecido momentos de unión con los espectadores como nunca lo había vivido. Ahora más que nunca el teatro tiene una labor esencial.
P. ¿Cómo han ido variando sus emociones como ciudadana en estos tiempos?
R. Empecé con necesidad de silencio para digerir lo que pasaba. Han sido tiempos en que había que hacer eso. Siempre me ha acompañado la idea de incertidumbre. Y esto me ha enfrentado a la incertidumbre de una manera inaudita, a no saber qué va a pasar mañana, a no poder relacionarme. Eso me ha colocado en la necesidad del silencio, a un encierro físico y a otro encierro emocional. Hasta que pude volver a trabajar. He tenido otra sensación sobre el paso del tiempo. Me ha hecho decir: “Si ahora no puedo quizá podré más adelante”.
P. ¿Qué ha echado en falta?
R. La alegría, reír, sonreír. En la calle siento falta de alegría. La alegría depende de uno mismo, de que seamos capaces de valorar más lo que tenemos. Eso lo he echado de menos: compartir la alegría. Tengo la sensación de que nos hemos ido apagando, enfadándonos con la vida. Hay razones: la gente sufre muchísimo; lo que más me destroza son las cifras de fallecidos, que implica familias enteras destrozadas. Ojalá aprendamos a sonreír en el dolor también. Eso es lo mejor que podemos hacer.
Un confinamiento con el ángel exterminador
Blanca Portillo llevó al teatro en 2018 la adaptación de esa gran metáfora del confinamiento que es 'El ángel exterminador', película de Luis Buñuel. “Yo vivo sola. También he estado confinada, me he visto hacer cosas que nunca me había visto hacer, un revoltijo emocional inédito. Pero ha habido personas que, viviendo juntas, han tenido un auténtico encierro del ángel exterminador: parejas o familias que no han soportado la convivencia… Vivimos en encierros, en general. Siempre ha habido paredes, ahora están por todas partes. Todos somos estupendos, pero cuando nos dan codazos porque no cabemos, ese ángel extermina…”. ¿Tiene también un poder metafórico ese 'Retrato de mujer blanca con pelo cano y arrugas' que estrena esta semana? “Iván Ruiz Flores ha hecho una película muy especial, llena de belleza en el dolor. Hay poquísimas palabras, pensamientos que los vives con los personajes. Me cogió el rodaje tras la muerte de mi madre, que era la columna vertebral de mi vida. Es la historia de una mujer que se enfrenta a tener que cuidar a su madre, y para ello renuncia a su propia vida. Eso es un encierro y un muro también. Una renuncia. Como en el verso de Félix Grande: 'La renuncia y los años darán todo en la ruina…'. Sí, hay que renunciar a cosas, y no pasa nada. 'Retrato de mujer...' es una película que tiene que ver también con estos tiempos”.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.