Se hacían llamar Muñecas de Nueva York
La de New York Dolls es una de las grandes historias ejemplares del rock
Tengo la sensación de que, en los espacios dedicados al periodismo musical, cada vez se habla menos de música. Se tratan cuestiones sociológicas y políticas, se plantea la moralidad del reguetón o la autenticidad del indie. No siempre fue así.
Con la reciente muerte de Sylvain Sylvain, indispensable miembro de New York Dolls, he rememorado un encontronazo estético. En 1973, salió en España el primer álbum de New York Dolls, con una portada de escándalo: cinco músicos pintados como puertas, recién salidos de una tienda de ropa glam y pasados por la peluquería. Escribí una reseña vitriólica, denunciándoles como clones cutres de The Rolling Stones, para la revista Triunfo.
Problema: otro colaborador, el poeta Eduardo Haro Ibars, había entregado una crítica ditirámbica, celebrando que New York Dolls aportaran crudeza tabernaria a lo que él denominaba gay rock. En la redacción finalmente decidieron no publicar ninguno de los textos. Acertaron: ambos estábamos equivocados. Pronto supimos que los Dolls eran heterosexuales militantes, aunque —en el caso de varios miembros— sus inquietudes amorosas fueran anuladas por la imperiosa señorita heroína. Respecto a The Rolling Stones, la comparación fue alentada por los propios críticos neoyorquinos que constituían su principal fan club. “Los Dolls son los Stones con colmillos juveniles”, afirmaba su gran valedor, Paul Nelson.
Los británicos eran un punto de referencia, cierto. Pero los Dolls no sonaban como los Stones, ya en su etapa de ritmos aletargados. Sonaban como una banda dura con una insólita querencia por los grupos vocales de los primeros sesenta. Anticipaban el sonido del punk rock londinense, como luego confesarían algunos de los conversos. Ah, conviene celebrar la aportación del productor, Todd Rundgren, vilificado en 1973 por supuestamente reblandecer a David Johansen y compañía. No, puso orden en lo que era un caos con mucha, mucha actitud. Rundgren no aspiraba a Miss Simpatía: tendía a comportarse como un funcionario en sus labores de producción, pero cumplió con la misión encomendada. Bien entrado el siglo XXI, Johansen y Sylvain le rescataron para dirigir uno de sus (excelentes) discos de reaparición.
La de New York Dolls es una de las grandes historias ejemplares del rock, resumida amargamente por el título del siguiente LP, Too Much Too Soon. Demasiado y demasiado pronto: funcionaban como petulantes rock stars cuando no pasaban de aspirantes. Grababan para Mercury, discográfica basada en Chicago, que no entendía nada y que se cansó de pagar sus facturas. El cierre de su primera etapa, en 1975, supera la imaginación de cualquier guionista: Malcolm McLaren, futuro diseñador de Sex Pistols, les convenció para vestirse de rojo y actuar bajo la bandera de la hoz y el martillo. Tal era su idea de la provocación: convertir a una banda de espabilados chavales de barrio —liderada, eso sí, por un educado cantante de clase media— en rockeros comunistas. Nadie pilló el chiste.
Final indigno, aunque no importa. Una vez etiquetados como “leyenda”, nadie recuerda los patinazos. Este es un mundillo excepcionalmente benévolo con los perdedores.
Babelia
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