La batalla de Las Useras, donde nadie acertaba al enemigo
Un estudio reconstruye el enfrentamiento entre realistas y carlistas en 1839 en Castellón, y determina la escasa efectividad de sus armas y que los soldados no querían matarse porque se conocían
El 17 de julio de 1839, en Las Useras (Castellón), se enfrentaron los ejércitos de los generales Leopoldo O’Donnell y Ramón Cabrera en la Primera Guerra Carlista. Más de 15.000 soldados frente a frente. Sin embargo, apenas hubo muertos y heridos (41 muertos por una parte y apenas un par de centenares por la otra, aunque alguna fuente señala que solo siete). Un informe arqueológico ha demostrado que el problema que hubo en la batalla es que los soldados de ambos bandos eran familiares o vecinos, por lo que no se disparaban o solo simulaban apuntar. Por eso, dejaban caer las balas al suelo y tiraban salvas con unas armas, además de viejas, con unos calibres que eran mayores que los proyectiles. Así, las balas no llegaban al otro bando porque los gases salían por los laterales del cañón.
El ejército realista de O´Donnell (que apoyaba la legitimidad de la futura reina Isabel II) y el carlista de Cabrera (a favor de su tío Carlos María Isidro de Borbón) se dispararon no menos de 320.000 proyectiles, según los cálculos de los expertos, durante las ocho horas que duró la batalla. Sin embargo, atendiendo al número de muertos y heridos, poco más de 500 balas hicieron blanco. El estudio A corta distancia. Proyectiles esféricos en la Acción de Las Useras, del arqueólogo e historiador Clemente González García, reconstruye esta surrealista lucha.
La Primera Guerra Carlista se prolongó siete años y enfrentó dos concepciones ideológicas: el liberalismo y el absolutismo. En la provincia de Castellón, durante este conflicto se han documentado unos 400 combates de diferente entidad. Uno de estos fue el que puso fin al cerco de la población de Lucena, donde estaba encerrado el general Pedro Aznar. En la lucha se enfrentaron 4.000 tradicionalistas y 10.000 isabelinos. La zona ahora investigada es un paralelogramo de cuatro kilómetros de longitud y 1.500 metros de ancho. El área ocupa los municipios de Adzaneta del Maestrazgo, Useras y Lucena del Cid.
En total se ha recuperado “un material muy abundante y diverso”, unos 1.500 objetos, entre los que hay elementos romanos (tachuelas de las botas de legionarios o monedas), de la Guerra Civil ―junio de 1938― y, sobre todo, de la batalla de 1839. Se han documentado botones, monedas, fragmentos de granadas esféricas de la artillería y proyectiles de plomo (495 unidades). “Es un conjunto muy numeroso si se compara con los hallazgos obtenidos al estudiar otros campos de batalla de nuestro país”, explica González García, en los que se empleó también armamento de avancarga (fusiles alimentados por la boca), como por ejemplo los de Somosierra (batalla contra Napoleón en Madrid).
Debido a la plasticidad del plomo, cuando la bala impacta sobre superficies duras tiende a deformarse y perder su forma original. Esa deformación es más acusada cuanta más energía cinética lleve el proyectil. La energía cinética está directamente relacionada con la masa pero, sobre todo, con la velocidad. Los diferentes estudios científicos realizados han demostrado que la mayoría de las armas de avancarga lanzaban los proyectiles a más de 400 metros por segundo, velocidad que descendía rápidamente debido a la resistencia del aire. La velocidad es similar a la de una bala de nueve milímetros actual, con la diferencia de que el proyectil moderno mantiene esa velocidad durante más tiempo. Los del XIX perdían la mayor parte de su velocidad entre los primeros 30 a 50 metros.
De las casi 500 balas esféricas halladas, 35 no tienen marcas ni de impacto ni de disparo. ¿Por qué? Puede tratarse de cartuchos perdidos involuntariamente por los soldados en el campo de batalla por miedo o nerviosismo o extraviados cuando estos se sentaban o tumbaban. Además, dado que su uso oficial era de 12 años, muchas balas estaban rotas, lo que “facilitaba el goteo continuo de pérdidas de munición”. Al soldado gubernamental, tras cada acción de combate, se le reponía su dotación de munición y es probable que no tuviera mucho interés en recoger la caída o rota.
No matar al paisano
Otra explicación habla de “la voluntad de no querer matar por creencias religiosas arraigadas”. El oficial de Ingenieros alemán Wilhelm von Rahden, del ejército carlista, relata que un soldado enemigo desertó. Afirmó que no había disparado ni un solo tiro contra sus “paisanos aragoneses”, al igual que otros muchos de su compañía. “Había soldados que abrían fuego, pero solo disparaban salvas. El proyectil no lo introducían en el fusil, sino que de manera disimulada lo arrojaban al suelo”, sostiene el arqueólogo. Los expertos han encontrado también otro tipo de proyectil ―74 piezas― con leves señales de impacto, lo que demuestra que fueron disparados, pero no acertaron. Las razones podrían ser que buena parte de la pólvora del cartucho se derramó fuera del fusil, que fueron utilizados con armas de calibre mayor a su diámetro y, por tanto, gran parte de los gases se escaparon por la boca o que el disparo se realizó a larga distancia.
De otros tipos de proyectiles hallados ―los llamados por su deformación “huevo frito”― se han documentado 58 piezas. Se estrellaron contra las rocas a tal velocidad que se ablandaron. Fueron accionados a unos 25 metros, en el ataque final. Por su parte, los denominados “tortilla”, 59 piezas, se dispararon a solo 15 metros. “Lo cual resulta significativo y quizá indicador de una extremada violencia durante el episodio bélico, con abundantes disparos a muy corta distancia. Algo que, según el parte del general O’Donnell, efectivamente ocurrió durante una carga a la bayoneta.
No todos los proyectiles estaban fabricados con el mismo material. Los había de bronce, de plomo puro, de plomo turbio y de plomo granuloso. Los puros son los más abundantes, casi tres de cada cuatro. Los proyectiles de bronce, exclusivos de los carlistas, tenían muy poco alcance debido a su baja masa, dureza e imperfección esférica. Por todo ello, resulta indudable que estos solo podrían ser útiles a muy corta distancia o a quemarropa, siempre por debajo de los 10 metros, y que no eran lo más adecuado para enfrentarse a un enemigo que podía disparar desde mucho más lejos y con mayor precisión.
El resultado de la batalla, a causa de la imprecisión de las armas, fue de 207 heridos, 53 contusos y 41 muertos entre las tropas de O’Donnell, porque “con semejantes proyectiles, el alcance y la precisión de los disparos carlistas se verían muy afectados y, sin duda, serían inferiores a los de sus contrarios”.
Cabrera, en su parte oficial, trató de ocultar las pérdidas y solo reconoció siete muertos y 114 heridos. Pero su propio comandante de Ingenieros elevó las bajas a 700. Parece lógico que “en retirada y huyendo”, como afirmó O’Donnell en el parte oficial, las pérdidas rebeldes fueran muy superiores a las del ejército isabelino, pues tal y como afirma el prestigioso historiador militar John Keegan, “los soldados mueren en gran número cuando huyen, porque es mostrando la espalda al enemigo cuando son menos capaces de defenderse a sí mismos”.
Babelia
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