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Café Perec
Columna
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Tres o cuatro, puro vértigo

Quizás no sea cuestión de escribir para llegar a muchos, sino de llegar simplemente adonde uno cree que ha de llegar

Enrique Vila-Matas
Natalia Ginzburg, en una imagen sin datar.
Natalia Ginzburg, en una imagen sin datar.

Al principio, algunos escritores exhibieron suficiencia: el confinamiento sabrían llevarlo bien porque ya estaban habituados al aislamiento hogareño. Y alguien hasta citó a Martin Amis, que había proclamado que como escritor llevaba una vida de ama de casa. Un año después, destrozados los nervios de más de uno, ya no aparece por ninguna parte aquella suficiencia de un año atrás. Es más, uno va descubriendo que el confinamiento ha sido duro para todos, para los escritores en concreto por la pérdida fatal de interlocutores, esa clase especial de lectores que Natalia Ginzburg juzgaba gran complemento de su trabajo: “Personas a las que poder mostrar lo que escribo y pienso, y hablar de ello; no necesito muchas: me bastan tres o cuatro”.

Reparemos en la oscilante cifra (tres o cuatro) que me recuerda el número de lectores que tuvo Borges cuando publicó su primer libro y que a él también le parecieron más que suficientes, tres o cuatro, no esperaba ni buscaba más, dijo. De hecho, toda su vida escribió para esos contados lectores. Otra cosa es que a la larga, y al igual que Einstein que tanto cautivó a las masas sin que estas le entendieran, Borges fascinara al final de su vida a un amplio público (que, por otra parte, no era borgiano). Si el caso de Ginzburg ilustra lo indispensable de los interlocutores y la necesidad de que no sean muchos, el de Borges ilustra lo esenciales que son los lectores y también la necesidad de que no abulten, pues, bien mirado, tres o cuatro ya son puro vértigo. Y es que quizás no sea cuestión de escribir para llegar a muchos, sino de llegar simplemente adonde uno cree que ha de llegar, y que en ningún caso será —porque suena horrible en literatura— a una masa informe, a una multitud, a una mayoría Ayuso, etcétera.

Tres o cuatro lectores solía buscar Bioy Casares en las veladas en su casa. Sus primeros libros habían sido malísimos, hasta que de pronto cambió y pasó a escribir algunos muy buenos. Eran tan malos los primeros que cuando tres o cuatro personas iban a su casa y menguaba la conversación sacaba uno de esos primeros libros, sin decir que era suyo. He conseguido hace poco, les decía, este libro de un escritor desconocido, veamos qué podemos sacar en limpio de él. Y a continuación lo leía y la gente empezaba a reírse y él entonces les animaba a reírse todavía más. Y así era cómo formaba Bioy su reducido círculo de interlocutores.

Que uno escribe para la inmensa minoría de tres o cuatro sagaces interlocutores empecé a verlo ya hace 20 años cuando anoté unas frases que luego se perdieron en mi ordenador y que, más allá del planeta Orión, recuperé justo ayer. En ellas hablaba de lo peligroso que era pasarle tu manuscrito a según quién “porque enseguida el hombre frena su socarrona sonrisa y oculta su contrariedad para que no se noten sus prejuicios sobre lo que escribes. Y sin embargo, mientras tanto —eso es lo impresionante de tu oficio—, en alguna parte un desconocido nos está leyendo con increíble atención y esperará años antes de dirigirse a nosotros”.

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