Coleccionar vinilos es de cobardes
Los auténticos descubrimientos musicales esperan en discos de pizarra, esas placas tan frágiles y misteriosas
Urge felicitar a los apóstoles del LP. Felicitar y luego maldecir. Oh, sí, desde luego que han triunfado. La moda del vinilo es imparable: con sus precios desaforados, resulta beneficiosa para las discográficas, las tiendas y, supongo, los músicos. Tras años de chistes y calumnias, han conseguido hundir la reputación del CD, un soporte sónicamente superior, más manejable, con menor impacto ecológico. Gran jugada, oiga.
Una sugerencia: si de verdad pretenden descubrir artistas y músicas, no deberían quedarse en los elepés (y sus hermanos menores, los singles). El universo de los microsurcos está bastante explorado, canonizado y cartografiado en géneros y movimientos a través de libros, catálogos, documentales. Por el contrario, hay una terra incognita en la inmensa producción de las llamadas pizarras, un formato que dominó la primera mitad del siglo XX (en algunos países, se siguieron fabricando hasta bien entrados los años sesenta). Internacionalmente, se denominan discos de shellac (goma laca).
Investigar en el mundo de las pizarras afecta a la manera en la que percibimos la evolución de la música. Hasta allí podemos remontarnos para entender la actual romantización del Delta blues, con la mitificación de figuras tipo Robert Johnson. En su base, la obsesión de un puñado de coleccionistas blancos que rastrillaron los barrios negros de EE UU adquiriendo por unos centavos aquellas placas añejas; al poco, también localizaron a míticos bluesmen que seguían vivos y, como demostraron, dispuestos a volver a actuar.
En general, los rastreadores de discos de pasta son generosos: reservados durante sus batidas, una vez capturada la pieza tienden a compartir sus hallazgos. Muchos ponen en marcha compañías de reediciones, que facturan razonadas colecciones de antigüedades en LP y CD. En España contamos con los precedentes de Sonifolk, que rescató la sesión de Lorca con La Argentinita, o El Delirio. Ahora mismo, para entender la extraordinaria difusión de la música cubana antes de Fidel Castro, hay que recurrir a las referencias del sello barcelonés Tumbao. Desde Madrid, Carlos Martín Ballester publica eruditas integrales de cantaores como Manuel Torres o Don Antonio Chacón. No solo es culturalmente plausible: se trata de una práctica legal, ya que esas grabaciones están en el dominio público, por no mencionar que, muchas veces, las discográficas han extraviado (¡o destruido!) el material original, desde las matrices de metal a los ejemplares para el archivo.
Aviso para almas ingenuas: este no es un hobby sencillo. Aparte de requerir un reproductor que gire a 78 rpm, hay que acumular agujas, cápsulas... y paciencia. Cuesta localizar las fuentes de suministro: no hay tiendas exclusivamente dedicadas a estos discos, aunque el dibujante Robert Crumb, santo patrón del gremio, asegura que encontró un almacén en Nueva Delhi que incluso sirve por correo. Esa es otra: aparte de frecuentar anticuarios y El Rastro o equivalentes, resulta indispensable comprar por internet. Claro que hay piezas que alcanzan valoraciones de cinco dígitos pero se pueden hallar discos muy baratos; el inconveniente está en el envío, ya que, por su fragilidad, se requiere un cuidadoso embalaje. Lo saben bien los responsables de Melodías pizarras, exuberante espacio que se emite en Radio 3 desde 2008 (hay una versión más moderada en Radio Clásica).
Uno de los fundadores del programa insiste en que nunca hubo pose hipster en su devoción por esos discos de 25 centímetros de diámetro. Y se pone vehemente: “Las pizarras ofrecen música en estado puro. No hay manipulación posterior, nada de recordings: unos músicos tocando ante un micrófono, temas de tres minutos que no sabían que quedarían para la posteridad. No usaban necesariamente estudios: se trabajaba también en habitaciones de hotel o, si se trataba de una banda, en almacenes. Sí, se contaba con la presencia de un cazatalentos, un representante de la disquera, pero no ejercía labores de productor en el sentido moderno del término”.
Para los aventureros neófitos, abundan las sorpresas. En el periodo de entreguerras, la música popular vivía una globalización mayor de lo que imaginamos: cuando la guitarra hawaiana estuvo en boga, se hicieron más grabaciones fuera que dentro del archipiélago. La industria discográfica iba del bracete con el Imperio Británico: compañías como EMI o Decca establecieron puestos avanzados en todas las latitudes. En Estados Unidos, la presencia de inmigrantes propició el surgimiento de las ethnic series, lanzamientos destinados a comunidades específicas.
Y entramos en lo intangible: la experiencia de escuchar una pizarra. Puede ser apabullante si se trata de una copia relativamente impoluta, con fecha posterior a 1925, cuando se implantó la llamada “grabación eléctrica” (las anteriores pizarras y los llamados “cilindros de Edison” requieren ajustar los oídos). Aunque había instrumentos complicados, como la batería, los buenos ingenieros de sonido podían lograr maravillosos masters. Hay una presencia mágica en esos discos que han sobrevivido a mil naufragios y, ajenos a los estragos del tiempo, todavía conservan lejanos afanes humanos.
Babelia
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