El libro blanco de la ruptura catalana
En 1976 el Congrés de Cultura Catalana quiso reactualitzar el catalanismo sincronizándolo con la Transición. Un estudio analiza el impacto del que puede ser un espejo crítico para reformular hoy la nueva catalanidad
En el despacho de Director General de Correos en Madrid, Juan Echevarría Puig redacta unas notas a mano. O lo hace cuando en Barcelona la oposición catalanista está negociando con el gobernador civil la primera celebración de la Diada -la del 11 de septiembre de 1976 en Sant Boi- o solo cuando hace dos o tres días que se ha celebrado aquella manifestación que mostró públicamente y por primera vez el apoyo social transversal que el catalanismo político tenía al salir de la dictadura. El joseantoniano Echevarría es alfil de uno de los hombres con mayor proyección de futuro del primer gobierno de la monarquía: Manuel Fraga. Y las notas que Echevarría redacta forman parte de uno de los vectores de la Transición que Fraga querría pilotar: el establecimiento de un régimen especial para las provincias catalanas que podría ser presentado como una nueva Mancomunidad que permita la compatibilidad de una doble identidad. La idea la había formulado Fraga en sus ensayos sobre la función de la región. El 14 de septiembre de ese 1976 Echevarría intervendría en la comisión de estudio creada con este objetivo.
Esta vía de institucionalización regionalista es un ejemplo perfecto de una transición posible que las circunstancias abortaron: tendría que haber sido una evolución del sistema desde arriba, autoritaria, pautada por las élites del reformismo franquista. Aquí encajaba aquella Mancomunidad. La propuesta tuvo resonancia entre élites catalanas de la moderación, implicadas durante un breve periodo. Lo acaban de explicar, con todo detalle y mercancía inédita, los historiadores Claret y Aragoneses en la Revista de Estudios Políticos. Pero no fue la solución de la cuestión catalana, finalmente, porque la apuesta de Adolfo Suárez fue distinta, condicionada por el resultado electoral de junio de 1977. Lo revelador del carácter anfibio de la Transición es que aquel experimento institucional había avanzado en paralelo a una experiencia opuesta a la vía regionalista del Estado. Otra vía que respondía perfectamente a la imaginación de una alternativa política catalana elaborada desde el magma de la ruptura: el Congrés de Cultura Catalana.
Mientras en los despachos oficiales se pensaban instituciones de control, el CCC modelaba una propuesta identitaria religada a un proyecto integral de país y la divulgaba por el conjunto del territorio -entendiendo por territorio, más entonces que en cualquier otro momento- los Països Catalans. Se habían realizado ya aproximaciones a lo que representó aquel Congreso, pero nunca una monografía tan completa como la que han escrito Manuel y Mariona Lladonosa. Una nova cultura per al poble, que llegará a las librerías en dos semanas. Es uno de los libros de historia contemporánea sobre Catalunya más importante de los últimos años.
Origen y funcionamiento
El CCC se explica en unas coordenadas ideológicas e institucionales tal vez excepcionales. La primera piedra se puso en enero de 1975. En aquel momento las élites franquistas estaban absorbidas reflexionando sobre la mutación institucional del sistema para mantenerse en el poder después de la muerte del dictador. El caso que antes citaba es ejemplo de ello. Ni querían ni podían proponer una reflexión sobre la nación que habían podrido con el nacionalcatolicismo. Solo aquel vaciamiento explica, por ejemplo, la naturalización de los Països Catalans como marco de pensamiento. Porque tampoco funcionaban plataformas de discusión cultural del régimen. La pobreza intelectual de los cuadros del Movimiento a nivel local y en parte regional era insondable. Así casi todo el espacio de reflexión estaba disponible. En Catalunya lo ocuparon mentes de la oposición rupturista, muy decantada hacia las propuestas ideológicas de la izquierda antidogmática consolidada después del Mayo del 68 y la descolonización. Profesores, activistas y profesionales liberales constituyeron el intelectual colectivo que fue el CCC.
El factor que activó la movilización, como tantas veces a lo largo de la historia del catalanismo, fue el idioma. Después de unas campañas en favor del uso del catalán en escuelas e instituciones, que habían tenido un apoyo social transversal y habían tensado varios consistorios, en enero de 1975 el Colegio de Abogados puso aquella primera piedra: “la organización de un gran congreso en defensa de la cultura catalana, promovido por el mismo Colegio de Abogados a escala intercolegial con la colaboración de todos los colegios profesionales de Barcelona”. Había una fuerte sensibilización sobre la lengua, los colegios profesionales habían ido tomando posición política y tanto el movimiento vecinal como la Assemblea Catalunya vivían su momento álgido. Los vasos comunicantes entre todos estos núcleos hicieron que rapidísimamente la idea inicial se extendiera como una mancha de aceite. En muy pocos meses se pasó de concebir el CCC como una acción defensiva -propia del resistencialismo de posguerra- a una propuesta de vanguardia nacional articulada en torno a un concepto clave: sería ser “el congreso de la normalización”, como escribió Xavier Roig en Destino.
El CCC se gestó en enero de 1975 -Franco mataba- y se clausuró en noviembre de 1977 -en un acto presidido por Josep Tarradellas-. La evolución de la Transición condicionó todo el proceso. La dinámica de estructuración del sistema de partidos fagocitó buena parte de la energía cívica y, a la vez, permitió que el corazón ideológico sobre nación, pueblo y lengua lo definieran el núcleo de intelectuales del Partit Socialista d’Alliberament Nacional, un partido radical de la minoritaria izquierda independentista. Pero en torno a aquel corazón se había construido una estructura enorme. En la cima, con un patronato de popes, pero sobre todo en la base como las cifras revelan. 15.000 adhesiones personales, 1.400 entidades, 12.000 congresistas, 3.400 personas reflexionando en los ámbitos de trabajo que se establecieron, 300 secretarios de ámbito comarcal y 50 secretariados de barrio, 63 ayuntamientos, 29 colegios profesionales, 19 grupos católicos, 130 escuelas y 20 entidades dedicadas al canto coral. Y eso aparte de los que participaron de los actos y las campañas o de la resonancia en la prensa. Publicación de 4 volúmenes con las conclusiones de los ámbitos, manifiestos y otros documentos. 74 millones de presupuesto. El descontrol del gasto forzó una profesionalización de la gerencia y en julio de 1976 el escogido fue el eterno Josep Espar Ticó. El dinero provenía de cajas de ahorros, donaciones, de los congresistas o de instituciones como el Ayuntamiento de Barcelona. Josep Millàs se ofreció para trabajar gratuitamente y Pere Duran Farell liberó a Miquel Bes -directivo de Catalana de Gas- para que se dedicara a la organización.
Filosofía
La potencia del estudio Una nova cultura per al poble se explica por el cruce de los talentos de los dos autores. Son padre e hija. Se complementan. Manuel Lladonosa es un historiador que se ha dedicado al estudio del entramado institucional catalán. En 1979 leía su tesis sobre el sindicato CADCI y su penúltima monografía es un recorrido metódico por la actividad realizada en el Institut d’Estudis Ilerdencs. Mariona Lladonosa ha estudiado las sucesivas reelaboraciones contemporáneas de la identidad catalana y su ensayo Nosaltres, els catalans es volumen de referencia para conocer cómo el pujolismo pensó la catalanidad. A la vez que vaciaban archivos y hemerotecas, pensaban su materia prima a partir de la propuesta etnosimbólica del malogrado semiólogo Joaquim Capdevila. En este punto su análisis del CCC cambia el paradigma fijado y permite comprender la trascendencia que tuvo.
La hipótesis de Capdevila era que “en el catalanismo penetran elementos de identidad social que permiten formas de personalización de la nación”. Eso se propuso el intelectual colectivo que se configuró a través de la estructura del CCC. No era un partido, como había postulado Gramsci, ni un sindicato, como ahora nos sucede en algún caso. Era un proceso de reflexión en marcha que pretendía implicar a toda Cataluña, Valencia, Baleares y movilizar a la ciudadanía a través de las campañas y proponiéndole un nuevo modelo de catalanidad. Dicho de otra manera, se pretendía reactualizar el catalanismo catalán sincronizándolo con una ruptura moral, política y cultural y hacerlo a través de la incorporación en la idea clásica de catalanidad de los marcos referencias de nuevas luchas del momento -del feminismo al ecologismo, de una reconsideración del territorio o del modelo energético o del pedagógico- y de nuevos conceptos provenientes de las ciencias sociales -los que provenían de la sociología de la religión, el urbanismo o la sociolingüística-. Era uno acción intelectual explícita en los papeles que el PSAN hizo para el CCC y que el libro rescata. “El sentido de cultura, así, será el de una nueva cultura. El Congreso tiene que ser el primer paso hacia la configuración de esta nueva cultura. El proceso moderno, de incorporación de nuestro pueblo a las corrientes sociales y políticas contemporáneas, ha pasado por la voluntad de reencuentro de nuestra identidad nacional”.
¿Fue, pues, el CCC un congreso sobre cultura? Más ajustado sería describirlo como una propuesta de refundación de una cultura nacional que se hacía posible gracias a la transferencia constante entre las nociones de cultura y pueblo y que se quería militantemente popular. Esta era la retórica que usaba la Assemblea Permanent d’Intel·lectuals Catalans que se había constituido a finales de 1970 a Montserrat, en la que mandaba el PSUC y que se volcó plenamente en la reflexión del CCC a través de figuras de peso como Josep Maria Castellet, Xavier Folch o Pere Portabella. Su posición sobre lo que el CCC debía hacer era inequívoca, como se lee en un documento manuscrito reproducido en el libro: “Su finalidad es la afirmación de la personalidad nacional de Catalunya y el consiguiente arreglo de los instrumentos necesarios para su actuación en el actual contexto sociocultural”.
Se trataba de elaborar, lisa y llanamente, el libro blanco de la ruptura catalana y lo hicieron, del primero al último momento, con una idea obsesiva: la catalanidad que se estaba reformulando debía ser la identidad nuclear de los Països Catalans y tenía que ser lo bastante abierta para que la inmigración originaria del resto de España también se incorporara a ella. En aquel momento de obsolescencia del nacionalismo español, pareció una utopía materializable. Era una definición de la normalización. Lo difícil de dilucidar es si se había realizado una lectura realista de la realidad del país.
Modelo de país
El 19 de junio de 2018 TV3 emitió un documental conmemorativo sobre el CCC. El montaje combinaba imágenes de archivo y la reproducción de material del CCC con fragmentos de entrevistas a actores de aquel momento y que se habían realizado pocos años antes de la emisión. De hecho, por ejemplo, se entrevistó a Quim Torra cuando era un activista que no se dedicaba a la política. Era el típico producto ideológico elaborado durante el momento álgido del Proceso, antes del 2017, y la interpretación que se hacía de aquel episodio histórico tenía un uso ideológico descarado: se quería legitimar intelectualmente el proceso de ruptura institucional con el estado mitificando aquel Congreso excepcional solo pensable en las coordinables de los setenta. Así se expresaban Muriel Casals o Ferran Mascarell.
En la crítica que publicó el día después de la emisión, Joan Burdeus -uno de los mejores analistas de la cultura catalana- se formulaba esta pregunta justa: “¿Es legítima esta toma de partido tan clara en un documental de la televisión pública?”. Más bien no lo era. Pero leído el libro de los Lladonosa es obligado hacerse una nueva pregunta que, de alguna manera, responde a una lúcida columna de Jordi Llovet publicada aquí mismo hace dos semanas: “no se ha visto a un solo defensor del proceso que haya aclarado cómo se viviría, qué tipo de gobierno, educación o sanidad habría en esta imaginada república”. Hoy esta es la principal interpelación que aquella experiencia colectiva hace a un proceso de independencia que, en buena medida, era solo una carcasa de ilusión institucional porque a la práctica prometía estructuras de estado inexistentes. Como el borrador que redactaba en su despacho Juan Echevarría Puig. Nada que ver con el CCC, donde sí se elaboró una propuesta de ensanchamiento democrático proponiendo un modelo de país alternativo y modernizador.
Hay muchos ámbitos donde eso se hizo patente y las conclusiones se trasplantaron a la acción política de los gobiernos Pujol. Quizá el ejemplo más transparente sea la acción cultural desde la conselleria que quiso sacar adelante Max Cahner en 1980, como explicó Albert Manent en sus memorias. O la idea de fundar la Associació d’Escriptors en Llengua Catalana o la recuperación de la Institució de les Lletres Catalanes, como ha explicado Jaume Subirana en Construir cono palabras. Pero menos visible y no menos relevante fue proyectar una mirada no barcelonocéntrica sino otra articulada a partir de territorios que se consideraban subalternos: el CCC animó a actores locales a pensar el campo y la montaña también como piezas claves del nuevo país. Valdría también por la importancia que tuvo la ecología, sobre todo en las Baleares, y a la vez una noción de la salud holística que Ramon Espasa quiso implementar durante su etapa como conseller en el gobierno Tarradellas.
Explicado así, desde el rigor del team Lladonosa, el CCC se convierte en un espejo crítico: nos descubre la dificultad actual para que Cataluña se dote de un modelo de futuro. Y sobre todo, quizá más grave, más costosa, revela la incapacidad de los últimos años para reformular una propuesta de catalanidad otra vez inclusiva.
La campaña por la lengua
Se imprimen aleluyas para aprender las palabras correctamente. Medio millón de adhesivos con el lema “En català si us plau”. Estos son lo que circulan en Catalunya porque por València circulan otros con otra consigna: “Per què no en la nostra llengua?”. En el conjunto todavía otro adhesivo que, enumerando territorios, quiere compactar una identidad política. “País Valencià, Illes, Principat, Països Catalans”. La complementa otra proclama. “Ni França ni Espanya, Cerdanya catalana”. Se pegaron 50.000 carteles con otro lema: “Catalans, catalanitzem Catalunya, catalanitzem els Països Catalans”. Se repitió en octavillas y se envió por carta a 50.000 personas. Todo este material para la acción de política lingüística formaba parte de la campaña El Català al carrer y su responsable era Max Cahner.
Durante los preparativos se pensó cómo socializar los mensajes políticos que constituían el disco duro del CCC. Si debían propulsarse una transformación de abajo arriba se tenían que buscar mecanismos de movilización. En la reunión celebrada en septiembre de 1976 en Lloret de Mar se decidió que la mejor herramienta para conseguirlo serían campañas desplegadas por todos los territorios. Así se hizo durante buena parte de 1977. Se impulsaron cuatro campañas. Una destacada fue la encaminada a salvaguardar el patrimonio natural. Otra vez signos de los tiempos. De nuevo el paradigma de los setenta. A la vez que se introducía la ecología, que tuvo un peso considerable en la redefinición de una identidad balear, se reforzaba la crítica a la energía nuclear, constante desde entonces de la protesta antisistema (capitalista, ya se entiende). Una campaña más tradicional fue la que tenía como objetivo la revitalización del folklore. Y dos de las cuatro estuvieron dedicadas a la cuestión lingüística porque el catalán fue el motor primero del CCC. Una tenía como objetivo la movilización para conseguir el uso oficial de la lengua catalana y su responsable fue el escritor Jaume Fuster.
Quien se encargó de El Català al carrer fue un Cahner descrito en el libro como “un espíritu reivindicador de la lengua y la cultura como pilares de la nación”. Tal cual. Quería normalizar la presencia del catalán en el nomenclátor -y se impulsaron acciones en este sentido, colgando carteles sobre la denominación castellana de plazas y calles-, pero quería ir más allá: pretendía la catalanización plena. “Hace falta que yendo por la calle nadie pueda dudar de que se encuentra en Catalunya, en los Països Catalans”. Ahora que el catalán es de nuevo motivo de preocupación, vale la pena concretar las acciones que se emprendieron en el marco de la campaña para poner los fundamentos de lo que sería la normalización. Se generaron materiales para hacer posible los cambios lingüísticos en la empresa, la religión o la sanidad. “Desde casa, desde el puesto de trabajo, desde la acción política, de todas partes, hace falta que continuemos la campaña de El Català al carrer. La campaña no se acaba hoy; solo podrá acabarse cuando la calle sea nuestra”. El decalaje entre aquel objetivo y el presente es enorme. ¿Qué ha pasado? Responder con honestidad a esta pregunta es una de las obligaciones de quien quiera pensar la Cataluña de hoy honestamente.
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