La novela ha muerto, ¡viva el Photoshop!
Una nueva generación está dinamitando las fronteras entre los géneros literarios en España y América Latina
“Nuestras palabras / nos impiden hablar. / Parecía imposible. / Nuestras propias palabras”. Más que un poema, estos tres versos de Pedro Casariego Córdoba parecen una definición de la literatura moderna. Mejor aún, de la novela moderna. Las vanguardias del siglo XX, con pretensiones medievales, trataron de devolver la escritura a la libertad de la que gozaba antes de que los géneros literarios ―tan XVIII y XIX― se cerraran como un corsé.
Eso se tradujo en la búsqueda de una obra que contuviera acción, lirismo y reflexión sin tragar con las imposiciones de sus tres madrastras: novela, poesía y ensayo. Luego llegó la revolución conservadora: se identificó literatura con ficción, ficción con narrativa y narrativa con novela. Los libros volvieron a llenarse de marquesas que bebían té a las cinco, tramas “muy bien construidas” y misterios por resolver. Vestidos de uniforme, se volvieron tremendamente policíacos.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, hay una generación empeñada en demostrar que la muerte de la novela no era más que una rendición. Primero al sentido común y después, a Netflix. ¿Cómo había llegado a eso? Entregando su mejor arma: el lenguaje. Para comprobar el cambio de rumbo basta asomarse al número que la revista Granta dedicó a “los mejores narradores jóvenes en español”, objeto de varios debates esta FIL. Además, el premio a Diamela Eltit venía a recordarnos que en su obra y en las de Severo Sarduy o Clarice Lispector siguen vivas las brasas que hoy avivan autoras tan distintas ―con Granta o sin Granta― como Mónica Ojeda, Elena Medel, Fernanda Melchor, Cristina Morales, Fernanda Trías, Irene Solà o Andrea Abreu. Sobre todo escritoras, cierto. ¿Por qué? Acaso porque la sacralización de los géneros, en todos los sentidos, no les ha sido tradicionalmente favorable.
No obstante, la audacia no va solo de la mano de los juegos lingüísticos ni de llevar las palabras a su tensión mayor. A veces para dinamitar un cliché basta con repetirlas en una letanía o con reactivarlas conceptualmente con una gota de veneno. Es lo que hizo Alejandro Zambra en uno de los momentos milagrosos de esta FIL cuando leyó fragmentos de dos de sus novelas ―Facsímil y Poeta chileno― como si se tratara de poemas. El momento fue inolvidable. Y no porque engolara la voz a lo Pablo Neruda o utilizara adjetivos de acento sobresdrújulo. Le bastó con recitar con intención poética un ejercicio escolar como los muchos que componen el primero de los libros citados.
Lean ustedes en voz alta: “Uso de los ilativos A) Con B) Debido a C) A pesar de D) Gracias a E) No obstante”. Es decir: “Con las mil reformas que le han hecho, la Constitución de 1980 es una mierda. Debido a las mil reformas que le han hecho, la Constitución de 1980 es una mierda. A pesar de las mil reformas que le han hecho, la Constitución de 1980 es una mierda. Gracias a las mil reformas que le han hecho, la Constitución de 1980 es una mierda. No obstante las mil reformas que le han hecho, la Constitución de 1980 es una mierda”. Poética y política.
Cuando una lectora le dijo que había escuchado Poeta chileno en audiolibro, Zambra habló del “photoshopeo” al que habían sometido su voz después de que él grabara. El mínimo retoque de laboratorio le pareció bien: de sacar partido a las imperfecciones ya se encarga él cuando escribe. “Respeto mucho los balbuceos”, dijo. “Escritor no es alguien que entrega lo que ya tiene sino lo que descubre”. No hablaba de descubrir al asesino.
Babelia
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