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José Sacristán: “La prisa es una mierda”

Al actor también le habría gustado ser director de orquesta, sigue de gira con ‘Mujer de rojo sobre fondo gris’ y anuncia que hará menos películas pero verá todavía más

Jesús Ruiz Mantilla
Entrevista Jose Sacristan
José Sacristán, en el Palacio de la Magdalena de Santander.Juan Manuel serrano

Hay dos cosas sin las que José Sacristán (Chinchón, 84 años) no puede vivir: el cine y la música. De no haber sido actor y haberse echado a la espalda 120 películas, le habría encantado convertirse en director de orquesta. Lo confiesa en las caballerizas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, donde le dieron el Premio de la Cinematografía junto a Lola Herrera, que recibió el de La Barraca. Ha encarnado la dignidad en casi todos sus papeles, o como dice él, la lucidez del perdedor, y concibe la vida entre el ideal de Don Quijote y el saber contar los ajos que tiene Sancho y que le transmitió su padre, Venancio. Como filosofía de vida se aplica el dicho del tío Tomás, oráculo de su pueblo: “Lo primero es antes”, sostenía. Sin atropellarse y al grano, como habla él. Muy claro.

Pregunta. Entonces, le habría gustado ser director de orquesta…

Respuesta. Mis comienzos musicales tienen que ver con las guajiras, fandanguillos, las medias granadinas y colombianas que me cantaba mi madre, la Nati. De hecho, yo heredé la facultad de cantar de mi padre, así anduve entre el flamenco y la copla. Lo que pasa es que el Venancio no tenía muchas ganas de cantar.

P. ¿Se le quitaron en la cárcel?

R. Después de salir de la cárcel. La primera imagen que tengo de él es con barba de varios días en el campo de concentración de Toledo y en Ocaña, hasta que lo volví a ver en la estación cuando ya regresó en el tren de Arganda, que pita más que anda, decían. Luego no nos dejaron subir al tranvía y fuimos con los capachos andando hasta casa.

P. Por aquella época se escuchaba poca música clásica. A usted, ¿de dónde le vino?

R. A los 17 años, cuando empiezo a acudir como aficionado a un grupo que dirigía un tipo que se llamaba Rafael Martínez Giovanini. Iba con mi tartera al taller y al terminar, engañándole al Venancio, me pasaba por esas clases de canto y vocalización.

P. ¿Qué llevaba en la tartera?

R. Lo que echaba la Nati, ahí, mi madre: judías, garbanzos, por ejemplo... que no veas. El cierre no era muy hermético. Yo me metía en lo que se supone que era un tranvía, ahí me hacía un hueco. Te puedes imaginar cómo llegaba la tartera con el meneo. Yo iba allí y les veía ensayar, hasta que un día, un muchacho que se llamaba Mario Vázquez… Bueno, en realidad se llamaba Isabelino. Pero hay que ser cabrón para ponerle a un hijo Isabelino. Así que se hacía llamar Mario, con toda la razón. Él me presentó a la gente y empecé a salir de figuración en una obra que se llama La dama del armiño. Ronda de golillas y la gente del pueblo. Mario era un tío cojonudo pero murió muy joven. Él me dijo: esto de León y Quiroga está muy bien, pero hay un tío que se llama Vivaldi…

P. Ya…

R, Fue este muchacho el que me introdujo, no sólo en este mundo, también en George Brassens, Albert Camus, Stanislavski. Nunca acabaré de agradecerle todo lo que me enseñó.

P. Una vez que el oído se acostumbra a eso…

R. Es una suerte… Se vive mejor escuchando a Mozart.

P. Y para un actor, el gesto de un director marca también. Dice usted que le impresionaba la mano izquierda de ese gran heterodoxo que fue Carlos Kleiber. ¿Por qué?

R. Físicamente, Leonard Bernstein y Herbert von Karajan eran impresionantes. Veías ahí un comportamiento, su papel de vaso comunicante. De intérprete.

P. Algo que tiene tanto que ver con lo que hacen ustedes…

R. ¡Claro! Hay una complicidad, un acto de amor, de voluntad conjunta para transmitir una obra de arte. Y en ese sentido, fue el maestro Víctor Pablo Pérez quien me descubrió a Carlos Kleiber. Me fascina de él su capacidad de transmisión, comunicación y esa mano izquierda que afina, aunque a veces se la meta en el bolsillo, pero que utiliza para puntualizar delicadeza. En esos gestos dibujan la vida, pero también tienen algo de divino. Me pasa con él como con Martha Argerich, la pianista.

P. Le van los raros…

R. Pues sí. Tú ves la cara de los músicos cuando se ponen… Ellos tocan y yo hablo, pero ellos ponen cara también de contar algo pero traspuestos. Ver en acción a grandes como Barenboim, Menuhin, Perlman, Rostropovich, Yo-Yo Ma. Yo no sé estar ni un solo día sin música.

P. O sin cine.

R. Mi cinefilia está por encima de todo. Tengo una sala propia en casa, con butacas que hemos recuperado de cines y teatros y ha restaurado Amparo, mi mujer. Y ahí paso horas.

P. Usted se ha tirado la vida haciendo películas y viéndolas.

R. Sí, aunque ahora las voy a hacer menos. La televisión y el cine requieren un tiempo del que yo ya no dispongo. Ahora ando más en el teatro. No voy a sacralizar eso de que el verdadero actor sólo se encuentra en el teatro. Hombre, es conveniente, saludable, lo de la unidad de acción. Pero yo le tengo un cariño y un respeto a la cámara enormes.

P. Y entonces, ¿a qué viene ese desapego?

R. Pues, precisamente por cariño, le digo: yo sé que tú necesitas un tiempo, pero ese tiempo yo ya no dispongo de él porque me hago mayor. Necesito un territorio en que elegir.

P. ¿Padece esa ansiedad, ya cumplidos los ochenta, de pensar demasiado en la muerte?

R. No, es simplemente recordar que lo primero es antes, como decía el tío Tomás, un viejo analfabeto y sabio de mi pueblo.

P. ¿Qué querría decir?

R. Que hay un orden de prioridades en esta vida y si a una edad no te has enterado de qué va esto es que eres tonto. Y la necedad es homicida, que contaba Albert Camus en Calígula.

P. En su caso, ¿cuáles son?

R. Seguir jugando, no perder la pulsión de que quedan cosas por descubrir.

P. Es decir, que no se ha quitado usted las plumas de gallina que se ponía de niño en la cabeza para jugar a indios y vaqueros.

R. No, no quiero. Aunque no me considero un tipo que viva en un plano ajeno a la realidad. Soy Quijote por aspiración, pero Sancho anda a mi lado todo el rato. También mi pueblo, el recuerdo de la guerra, el miedo. Y la figura de la Nati y el Venancio diciéndome: cuidao… También le digo que sin idealizarlos, porque eso sería traicionarlos. Los llevo como una protección.

P. ¿El secreto de la vida para usted anda a medias entre ese ideal y la cruda realidad? ¿Entre las plumas del niño y los ajos que contaba su padre?

R. La vida es una pasión inútil, decía Sarte. Por eso trato de exprimir lo que tiene de pasión sin dejar de ser consciente de lo segundo. Encontré en este oficio una manera de diversificar sus opciones: ser pirata, gánster, mosquetero o El Zorro. No le hablo de Edipo o Macbeth. Yo quería ser Tyrone Power o John Wayne.

P. Pero ya no vamos al cine, lo que no quiere decir que no estemos rodeados de pantallas.

R. Se ha desacralizado. Pero la suerte que tengo es lo feliz que todavía me hace. Yo me siento en mi butaca, claro.

P. Debería cobrarse por ello.

R. Pues sí… Hay una diferencia ahora. Cuando me di cuenta de que se le podía dar al pause, supe que ya nada volvería a ser igual. Lo que ocurría en el cine, al entrar en el templo, con su ritual, al abrir la cortina, daba igual que la película fuera buena o mala. Yo qué sé si lo eran…

P. Y al salir, esa sensación de irrealidad en la calle…

R. ¡Total! Aunque había un elemento que te permitía mantener el contacto con ese mundo hasta que volvieras a entrar: los cromos. Yo un día fui cromo. Y me cambiaban…

P. ¿Podría decirse que se ha pasado la vida tratando de interpretar la dignidad en sus personajes?

R. La lucidez del perdedor, más bien, cuando he podido. He procurado defenderlos. Sin hacerme líos. En eso tengo un acuerdo conmigo. ¡Qué coño! Eso… Lo primero es antes, que decía el tío Tomás.

P. Insisto, ¿qué querría decir?

R. Ten claro que es lo que de verdad te importa, no te engañes, no seas gilipollas, no te líes. No pierdas el tiempo. Como decía mi abuela Nati: no pierdas el tiempo en medios días habiendo días enteros. ¡Claro!

P. ¿No estamos ahora en eso con este sin vivir tecnológico?

R. Dios me libre de la nostalgia. Pero la prisa es una mierda. La inmediatez, con eso no puedo.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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