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Muere Jean-Luc Godard
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Palabra de Jean-Luc Godard

Para el cineasta, nieto maoísta de un banquero amigo de Paul Valéry, las películas eran huellas de vida, un laboratorio en el que cabía todo

Jean-Luc Godard y Brigitte Bardot en el rodaje de 'El desprecio'.
Jean-Luc Godard y Brigitte Bardot en el rodaje de 'El desprecio'.Sunset Boulevard (Getty)
Elsa Fernández-Santos

Con Jean-Luc Godard no muere un cineasta, muere un filósofo, un revolucionario y una patria. La patria de un apátrida, de “un extranjero en Suiza, un exiliado en mi propia casa”, que forjó con imágenes pero también con incontables frases y pensamientos un país imaginario en el que el cine, o mejor dicho, el misterio del cine, lo era todo.

La vida de Godard ha sido una larga reflexión sobre el poder de las imágenes y la búsqueda incansable del enigma de un arte que a su juicio solo era del todo posible gracias a la imaginación del espectador. Él nos reconoció ese poder y por eso su muerte deja un sentimiento de orfandad que solo se puede mitigar a través de sus propias palabras.

El mito que rodeó a su primera película, Al final de la escapada (1959), convirtió al joven Godard en bandera, pero también en el representante más incómodo, de la nouvelle vague. Para él el cine respondía a un proceso de investigación tan heredero del jazz como de Chaplin y Rossellini. Un lugar entre el espectáculo de Méliès y del documental de los hermanos Lumière. “Lo que le interesaba a Méliès era lo ordinario en lo extraor­dinario, y a los Lumière lo extraordinario en lo ordinario”, dejó dicho en los escritos y entrevistas que, de forma impagable, editó en varios volúmenes en España Intermedio.

Para Godard, nieto maoísta de un banquero amigo de Paul Valéry, las películas eran huellas de vida, un laboratorio en el que cabía todo: “El cine no existe en sí. Es un movimiento. Una película no es nada si no se proyecta, y el hecho de proyectarse es un movi­miento; la película no está en el aparato de proyección, ni sobre la pantalla, es un movimiento en el que se entra. No veo diferencia entre mi vida y el cine; antes tenía ideas sobre el cine, ahora las vivo”.

Su compromiso político con la imagen siempre fue radical y nunca esquivó las grandes contradicciones ni de su oficio ni de su tiempo. Es célebre su reflexión sobre el cine después de Auschwitz: “La única verdadera película que debería hacerse sobre los campos de concentración, que nunca se ha rodado y no se rodará nunca porque sería intolerable, consistiría en filmar un campo desde el punto de vista de los verdugos, con sus pro­blemas cotidianos… Lo insoportable no sería el horror que desprenderían esas escenas, sino, al contrario, su aspecto perfectamente normal y humano”.

Cuando alcanzó el medio siglo, Godard ya empezó a plantearse sus memorias a través del cine y su obsesión por el montaje. Su vida tuvo mucho de combate dentro de un oficio condenado a la imposibilidad: “Nosotros, los cineastas, tenemos a la vez palabras e imágenes, y debemos su­frir dos veces, es decir, definir e imaginar al mismo tiempo. Estamos condenados al análisis del mundo, de lo real, de nosotros mismos, mientras que ni el pintor ni el músico están condenados a ello”.

Aunque le gustaba compararse con un náufrago como Orson Welles, dedicó grandes páginas a gigantes como Hitchcock. “Durante veinte años, lo consiguió todo. Cuando Cahiers du cinéma dijo que Hitchcock era el cine y los demás eran una porque­ría, de golpe, los Cahiers y el camarero de la esquina estaban de acuerdo. Eso define una época”.

Godard decía que, sobre todo, le interesaba todo lo que empieza y todo lo que acaba. “Yo era un cineasta burgués, y después un cineasta progresista, y después ya no fui un cineasta, sino simplemente un trabajador del cine”. Un “trabajador” incansable que, parafraseando a Picasso (“pintaré hasta que la pintura me rechace y no me quiera más”), siguió adelante de espaldas a todo, y eso incluía al público, pero, sobre todo, a la industria.

De forma inevitable fue crítico con el presente. “El cine es como el fútbol: nadie duda en dar su opinión, en decir que es formidable o asqueroso. El cine es un arte mu­tante, que viene al final de algo, que es un signo de algo. Ahora todo el mundo puede decir: ‘Yo hago cine’. Y la prensa añade: ‘Con las pequeñas cámaras digitales, todo el mundo puede llegar a ser cineasta’. Pues bien, amigos, llegad a serlo”. Pero pese a su inevitable pesimismo, también afirmó. “El verdadero cine, el que para mí sigue siendo el gran cine, es el que no se ve”. Y por eso hoy, más a ciegas que nunca después de su muerte, seguiremos intentando ver donde ya nadie ve.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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