Seré joven cuando esté muerto: un balance de la ‘nueva narrativa española’
Los fallecimientos de Javier Marías y Almudena Grandes empujan al análisis generacional y literario
Jaime Gil de Biedma murió con 60 años. Juan Benet con 65, igual que Claudio Rodríguez. Todos habían escrito alguna obra maestra. Ninguno ganó el Cervantes. Lo mismo, por otro lado, que Juan José Saer, Elena Garro, Ricardo Piglia o Idea Vilariño. Javier Marías, fallecido este domingo, habría cumplido 71 la semana que viene. En su caso, él mismo se cerró las puertas del premio gordo ―no aceptaba distinciones del Estado español―, pero la verdad es que esas puertas todavía no se han abierto para su generación. El Olimpo se rige por los tiempos del catecismo: primero los mayores en edad, dignidad y gobierno. Por eso cuando en 1991 Juan Carlos Onetti pidió el galardón para Antonio Muñoz Molina parecía muy pronto. Pese a la desaparición prematura de grandes nombres de la generación del 50 ―hoy más influyente que la del 27―, la impresión es que todos murieron siendo viejos maestros. Tal vez porque a los que mueren ahora los conocimos de jóvenes. Jóvenes ellos y jóvenes nosotros.
Una muerte es una triste invitación al balance personal. Dos, al balance generacional. En pocos meses han fallecido dos autores clave de la llamada nueva narrativa española. Tanto Almudena Grandes como Javier Marías conocieron el éxito pronto. A ambos los precedió en la eternidad alguien que lo conoció más tarde: Rafael Chirbes. El azar de las cosechas ―la expresión es de Jorge Herralde― quiso que en 1992, el mismo año en que Marías publicaba Corazón tan blanco, Chirbes publicara La buena letra. El secreto es fundamental en ambas novelas, pero en la segunda la carga política es bastante mayor (pese a que en una antológica escena de la primera aparezcan dos personajes que podrían ser Felipe González y Margaret Thatcher).
La España democrática buscaba espejos en los que mirarse y los encontró en la nueva narrativa”
La apelación de La buena letra a la memoria histórica —consagrada narrativamente en el siglo XXI con Soldados de Salamina— no tuvo el eco que merecía porque la España olímpica seguía pidiendo aún perdón por la tristeza. Y por la pobreza: en Filmin puede (y debe) verse El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco. No era la primera vez que pasaba. Pese al tópico de los felices ochenta, Julio Llamazares y el propio Muñoz Molina se estrenaron con sendos viajes a las heridas de 1936: Luna de lobos y Beatus ille. Tanto Marías como Grandes avivarían más tarde los mismos rescoldos con Tu rostro mañana y El corazón helado. Los escritores que habían sido niños durante la guerra tuvieron lectores. Sus herederos tenían público. El mercado marcó la diferencia. Aunque los más longevos se beneficiaron: también en 1992 Carmen Martín Gaite ―otra maestra sin Cervantes― publicó Nubosidad variable.
La España democrática buscaba espejos en los que mirarse y los encontró en la nueva narrativa. Cuando los hijos de la Transición quisieron reflejarse en ellos, los hicieron añicos por la vía del realismo sucio y la autobiografía. En el mismo año de gloria universal, el maravilloso Ray Loriga agitó el balneario con Lo peor de todo. El desencanto con amplificadores. La novela del autotune está llamando a la puerta.
Babelia
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