Cuando la izquierda conquistó el paladar
En los años ochenta, los progresistas españoles de entonces se hicieron gastrónomos y pusieron restaurantes en los que rescataron sabores de su infancia
Durante los últimos años del franquismo, los progresistas de entonces, comunistas y socialistas, con todas sus gamas del color rojo, a la hora de sentarse juntos a una mesa para celebrar cualquier suceso, ninguno iba mucho más allá de la tortilla de patatas y del vino peleón. Puede que alguno hubiera realizado un viaje clandestino a un país del Este y, en ese caso, hubiera traído algún mantel bordado y unos botes de alcaparras y de pepinillos en vinagre, que eran muy valorados. No obstante, la tortilla de patatas, la de toda la vida como la hacía la abuela, era el punto de encuentro que concentraba todas las opiniones sobre las condiciones objetivas para la huelga general. A nadie se ocurría hablar de gastronomía. Hubiera supuesto una frivolidad muy sospechosa. La austeridad formaba parte de la ideología de izquierdas.
Hubo un tiempo de la expansión económica en que para la derecha toda España era un percebe. En los restaurantes de cinco tenedores los ricos se saludaban con una cigala en la mano y los menos ricos tenían derecho, al menos, a unas gambas al ajillo de aperitivo en el bar de la plaza al salir de misa de una los domingos, pero en esa barra los rojos no pasaban de un chato y un pincho muy recio o de unas bravas ensartadas con un palillo, que se llamaba banderilla.
Las cosas comenzaron a cambiar cuando Franco ya había muerto y en la Transición el desencanto había comenzado a asomar la oreja. En ese tiempo se produjo la reconversión estética y gastronómica. Después del primer viaje iniciático a Ibiza, ciertos pintores pasaron del realismo socialista al erotismo; dejaron de pintar segadores airados con la hoz en ristre o mineros carbonizados y alegraron la paleta para pintar chicas con ligueros entre almohadones rosas y vacas con ubres azules. Del mismo modo, aquellos progresistas tan austeros en la mesa cambiaron de paladar y aceptaron el compromiso con un gusto más elaborado. Miguel se sorprendió de que antiguos camaradas a los que recordaba muy ascéticos, a medida que se iban edulcorando sus ideales revolucionarios, hubieran comenzado a hablar de platos y de recetas de cocina. No podía imaginar que rojos de toda la vida, con tres generaciones de antepasados obreros o campesinos, comenzaran a analizar si el vino que había servido el camarero tenía retrogusto, rompía en boca, si sus lágrimas eran largas o cortas y su sabor aterciopelado o afrutado. De pronto, gente dura, hecha a soportar todas las inclemencias políticas de la dictadura, incluidas la cárcel y las torturas, se permitía devolver un filete porque estaba demasiado hecho cuando ellos lo habían pedido sangrante. Debajo de este nuevo paladar latía una duda hamletiana: ¿tenían los rojos derecho al placer culinario o estaban condenados por naturaleza a la tortilla de patatas y el bocadillo de calamares? ¿Podía rescatarse la gastronomía como una cultura también de izquierdas o solo la derecha tenía el gusto lo suficiente fino y adiestrado para los sabores más exquisitos?
Si en este país hubo una revolución fue la del paladar. En los años ochenta muchos militantes barbudos de izquierdas se hicieron gastrónomos, pusieron restaurantes en los que comenzaron a rescatar platos autóctonos, sabores de su infancia, aquel puchero de la tía María, los dulces que hacía la abuela, las meriendas de Pascua, y era de ver con qué naturalidad esos militantes habían pasado de la clandestinidad política a convertirse en maîtres famosos. Fue uno de los espectáculos de la Movida. Miguel también pasó por ese sarpullido gastronómico. Empezó a pensar que ninguna filosofía podía compararse con el aceite de oliva virgen extra de primera prensada en frío y durante algún tiempo practicó el misticismo de rumiar el alimento, imaginando el camino que había recorrido desde su origen hasta llegar a su boca para formar parte íntima de su cuerpo y de su memoria.
Miguel pensaba que una biografía no debía obviar los platos que le habían hecho feliz, los licores que le obligaron a soñar en un mundo mejor, las mesas que había compartido con gente importante o simplemente con amigos bajo los toldos de verano junto al mar, en las islas, en los países por donde había pasado. Miguel recordaba la aventura de aquel jardín derruido que rodeaba la vieja casona deshabitada de la sierra de Guadarrama al pie de los Siete Picos, donde se reunieron unos jóvenes progresistas desde el otoño del 68 hasta la llegada de los socialistas. En medio de una felicidad campestre y antifranquista, bastaba con ver la calidad de la cesta en la que traían la inefable tortilla de patatas y la forma de usar el cuchillo y el tenedor para saber quién era hijo de vencedores o de vencidos en la guerra. Unos trabajaban en los ministerios, otros en la universidad, todos compartían la mesa al aire libre bajo los pinos. En plena Transición, en esa mesa cubierta con un mantel de Rumania, al final ya se hablaba de cosechas de vinos, de clases de quesos, de arenques del Báltico y de tartas de frambuesa. Allí supo Miguel que había empezado la verdadera revolución cuando estos amigos comenzaron a soñar con faisanes.
Babelia
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