La condena de la reescritura de Roald Dahl une a críticos británicos progresistas y conservadores
La reedición de sus obras, por motivos de corrección política, ha sido chapucera, señalan, y no ha entendido el espíritu del autor, que triunfó entre el público infantil
Nada une más que sentirse víctimas de un mismo juicio moral. Un repaso a las opiniones, reflexiones y propuestas de los columnistas británicos de izquierdas o de derechas respecto a la reescritura, por motivos de corrección política, de la literatura infantil de Roald Dahl expone conclusiones compartidas: la primera es que hay una causa común en defender las historias que todos ellos amaron de niños; la segunda, que es posible llevar a cabo un debate sobre la llamada cultura de la cancelación con argumentos y razones; y la más llamativa, con ese modo de evitar la exageración que tienen los británicos, es que las dos peores cosas que se pueden hacer, cuando de obras en prosa se trata, es tanto sacralizarlas como dejar en manos de mediocres sin criterio la revisión del texto.
A lo que se suma una cuarta más visceral, pero sentida por generaciones de lectores: Dahl —héroe de guerra, piloto de combate, espía, escritor prodigioso, misógino, acosador y prepotente, ególatra y antisemita— “era un hijo de puta, pero nuestro hijo de puta”, en aquella frase que probablemente Roosevelt nunca pronunció sobre Somoza. El autor forma parte de la educación sentimental del Reino Unido de la posguerra.
“Todo este pánico es vino añejo en botellas nuevas”, dice Sam Leith, el crítico literario de The Spectator, la revista que mejor resume el pensamiento conservador británico. “Presentas una argumentación débil si insistes en que se están destruyendo los libros de Dahl, hasta el punto de no ser reconocibles, por dar un tijeretazo a una u otra frase”. Leith, como muchos otros, no se rasga las vestiduras ante la idea, tan prosaica como la vida misma, de que algunos textos se reediten para sobrevivir el paso del tiempo.
El mismo Dahl, aunque fuera a regañadientes, admitió que sus oompa-loompas del relato Charlie y la Fábrica de Chocolate pasaran de ser unos pigmeos negros arrebatados del África profunda para trabajar como esclavos alimentados a base de dulces, a unos hippies enanos con “largos cabellos dorados y piel blanca sonrosada”. No parece muy clara la mejoría, desde la perspectiva actual, pero el autor, preocupado como el que más por la rentabilidad de su obra —más de 300 millones de libros vendidos por todo el mundo—, era muy consciente a mediados de los setenta, como cuenta su biógrafo Jeremy Treglown, de que “para aquellos que han crecido en sociedades mezcladas racialmente, los oompa-loompas ya no resultaban aceptables del modo en que fueron creados originalmente”.
“Y, sin embargo, creo que la mayoría de nosotros se sentirá incómodo ante la idea de que la prosa puntiaguda y sorprendente de Dahl se convierta en algo más blando —por muy poco que sea— en manos de una sucesión de editores vulgares y anónimos seleccionados más por su ideología que por su inspiración”, señala Leith. “Y muchos de los cambios que hemos conocido han sido burdos, y en algunos casos, sin el menor sentido”, añade.
Es el mismo dictamen de Gaby Hinsliff en el diario progresista The Guardian: “Como con la cirugía plástica, una edición de texto con sensibilidad debería aspirar a que apenas se notara, y lograr que la obra pareciera más fresca”. No es en absoluto el mismo caso, porque se trata de la adaptación teatral de un libro, pero Hinsliff utiliza un ejemplo pertinente en el debate al recordar como el consagrado guionista, escritor y dramaturgo estadounidense Aaron Sorkin decidió reforzar el papel de Calpurnia, la señora negra que atiende la casa y los hijos del abogado Atticus Finch, en la ya legendaria novela Matar a un Ruiseñor. En la era de la lucha por los derechos civiles y la solidaridad anhelada por el reverendo Martin Luther King, el mensaje del protagonista del libro —venerado por generaciones— era de empatía y respeto hacia todos. “Mientras se esfuerza por respetar a todos, intente darse cuenta de a quién está faltando el respeto”, reprocha Sorkin a Finch por boca de la empleada del hogar.
“Desgraciadamente, no todo lector con sensibilidad es Sorkin, y a quien se le ocurrió reescribir la Canción del ciempiés no es Dahl. Si hay una moraleja en toda esta historia es quizá menos política que literaria: si vas a meter mano a un clásico, procura no fallar”, escribe Hinsliff.
El ciempiés de James y el Melocotón Gigante cantaba: “La tía Sponge era terriblemente gorda, y a la vez tremendamente fofa”. La nueva versión pone en su boca: “La tía Sponge era una malvada vieja bruta, que merecía ser aplastada por la fruta”.
Más allá del acierto o la chapuza en una reescritura de los textos de Dahl que a nadie ha contentado, la polémica ha servido para entender, de nuevo, por qué la literatura del autor ha mantenido su éxito durante décadas. Su propio sufrimiento, siendo pequeño, en unos internados británicos donde el azote a los alumnos se practicaba con un sadomasoquismo indisimulado le sirvió para entender cómo a los niños les gusta ver el mundo en blanco y negro, y de modo exagerado. Los malos deben ser muy malos, grotescos en sus rasgos físicos, y acabar sus días en una muerte cruel y ridícula. La inocencia infantil, intuía Dahl, es tan falsa como la armonía de la vida en los pueblos.
“Las nuevas adaptaciones de la obra de Dahl podrán ser más amables, bonitas, agradables que los originales, pero los cambios cosméticos en sus historias no podrán alterar su espíritu. Para bien y para mal, sus libros son punzantes, problemáticos y malvados sin remordimiento”, sentencia en The New Statesman, la revista de tendencia progresista, Anna Leszkiewick, una de las críticas literarias que más profundamente ha indagado en la literatura de Dahl.
Babelia
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