
El aquelarre, 1798
Francisco de Goya
Museo Lázaro Galdiano de Madrid
Análisis: Begoña Torres González
Recorra ‘El aquelarre’ y descubra cómo Goya criticó ya en el siglo XVIII la superstición contra las mujeres
Es una de las piezas que la duquesa de Osuna le encargó al pintor para su palacio. Una escena demoniaca a través de la que se cuestionan estigmas femeninos que aún perviven
En el centro del cuadro está el macho cabrío, como se representaba en el siglo XVIII al demonio. El macho alfa al que las brujas veneran durante el aquelarre. Pero esto no es un encuentro para hacer pócimas mágicas, la pista está en las hojas de parra de su cornamenta que indican que es también una bacanal.
Las mujeres que rodean al demonio son las brujas. Le rinden pleitesía y le adoran entregándole bebés, los que tienen la sangre más pura, el mejor alimento para el diablo. Es probable que estos recién nacidos se los arrebataran a sus madres.
El resultado de este ritual está en los cadáveres que aparecen desperdigados por la escena. El macho cabrío se ha dado un buen festín. Es especialmente cruda la escena en la que una mujer semidesnuda sujeta una vara con bebés muertos como denota el color gris de sus pieles.
Algunas de las brujas están semidesnudas. Otras en posturas sugerentes. Todo hace alusión, sin ser claramente explícito, a esa idea de bacanal en un aquelarre. No son solo sus súbditas, sino que también se percibe una relación sexual.
Son brujas viejas, feas, algunas fantasmagóricas porque casi no se perciben sus rostros. Una imagen perversa que aún pervive, cuando en realidad estas mujeres, a las que llamaban brujas y persiguieron hasta la muerte, fueron en su mayoría campesinas sin ninguna relación con los aquelarres a medianoche o el trato con machos cabríos. Esta idea es otra forma de estigmatizar a las mujeres a lo largo de la historia.
El aquelarre se produce de noche, bajo la luna. En el cielo Goya pinta murciélagos para ahondar en lo tenebroso y terrorífico de este ritual.
Goya pinta la escena en un lugar apartado, parece el campo, alejado de las ciudades, donde se suponía que las brujas hacían este tipo de rituales. Con unos trazos muy someros, propios de los paisajes del pintor.
El artista mezcla en esta crítica social la superstición y religiosidad popular con el cristianismo: el niño es un ser con un alma pura que se entrega, como un amuleto, al chupasangres.
La duquesa de Osuna, María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, fue una mujer innovadora, avanzada a su tiempo, que no encajó en el cliché que se le presuponía a una dama de la nobleza: callada, dedicada a sus labores, entretenida en los bailes. Eligió para su palacete del Capricho, en Madrid, una serie de cuadros de temática demoniaca, con crítica social contra las supersticiones vigentes en aquel momento. Una mujer del siglo XVIII con una manera de estar más propia de la actualidad.
El análisis de los aspectos más destacados del cuadro ha sido realizado por Begoña Torres González, directora gerente del Museo Lázaro Galdiano.