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“Nada me había preparado para contemplar una fosa común”: las heridas nunca cerradas de la guerra de Bosnia

La periodista Taina Tervonen relata en ‘Las sepultureras’ la interminable búsqueda de los desaparecidos del conflicto a través de una antropóloga forense y una investigadora

Bosnian War
Entierro, en junio de 2014, de 284 víctimas encontradas en la fosa común de Tomasica, en Bosnia.Samir Yordamovic (Getty Images)
Guillermo Altares

Un camión puede contar la historia de un genocidio. La película La carga, de Ognjen Glavonic, relataba cómo un conductor trasladaba una misteriosa mercancía entre Kosovo y Belgrado durante los bombardeos de la OTAN de 1999. El espectador descubrirá que se trataba de cadáveres de albaneses, víctimas de la limpieza étnica de los paramilitares serbios, acarreados de un lugar a otro para no dejar huellas de los asesinatos masivos. En Las sepultureras (Errata Naturae), un libro sobre las fosas comunes de Bosnia-Herzegovina —y sobre la vida y la muerte, las heridas de la guerra y la voluntad de sobrevivir—, la periodista Taina Tervonen escribe: “A lo mejor, lo primero que debería hacerse cuando se investiga un genocidio es interrogar a los conductores de camión, de autobús y de tren. Ellos saben. Como el que condujo a los investigadores hasta la fosa de Tomasica”.

Esta reportera y escritora francofinlandesa de 49 años reconstruye en este libro, traducido por Iballa López Hernández, la guerra de Bosnia (1992-1995) a través de la huella más dolorosa que ha dejado, los enterramientos masivos que albergan a miles de personas que todavía permanecen desaparecidas. Y lo hace a través de dos personajes, Senem, antropóloga forense, y Darija, investigadora, que llevan desde sus 20 años, desde el final del conflicto, ayudando a las familias en esa dolorosa búsqueda. Pero en sus páginas también aparecen decenas de personas que vieron cómo su mundo era engullido por la violencia de la noche a la mañana, que contemplaron cómo los vecinos denunciaban, asesinaban y torturaban a personas que conocían desde siempre.

Uno de los primeros descubrimientos que realizó cuando comenzó a acompañar a las antropólogas forenses que protagonizan su relato es que el olor dulzón y repugnante de la muerte no se va nunca. Se queda en la nariz, en la ropa, pero sobre todo en la mente. El otro hallazgo crucial fue que el asesinato de masas requiere una enorme planificación e infraestructura, así como la complicidad de muchas personas. Los verdugos casi nunca matan solos.

La escritora francofinlandesa Taina Tervonen, en una imagen cedida por su editorial Errata Naturae.
La escritora francofinlandesa Taina Tervonen, en una imagen cedida por su editorial Errata Naturae.

Cuando Tervonen contempló la enorme fosa común de Tomasica, descubierta en 2013 precisamente gracias al testimonio de uno de los conductores que trasladaron los cadáveres, tuvo ante sus ojos la evidencia de que el genocidio de los musulmanes bosnios por parte de los ultranacionalistas serbios había sido minuciosamente planificado. En esa antigua mina aparecieron cerca de 500 cadáveres, de los que solo la mitad han sido identificados. El resto representan a familias que nunca han podido cerrar su duelo, que se enfrentan todavía a cientos de dolorosas preguntas sin respuesta.

“Me había preguntado muchas veces por la logística de un genocidio”, explica en conversación telefónica desde París, donde reside. “No se puede ejecutar a cientos de personas sin haberlo planificado y organizado previamente. Es necesario conseguir armas, municiones, decidir qué se va a hacer con los cuerpos, dónde van a tener lugar los asesinatos. Muchos de los relatos que he escuchado se refieren a la cuestión del transporte: siempre está en el centro de las deportaciones masivas”, prosigue. Y eso es algo que no solo se da en Bosnia: uno de los libros más importantes escritos sobre el Holocausto, La destrucción de los judíos europeos (Akal), de Raul Hilberg, pone en el centro de la investigación los trenes que transportaban a las víctimas desde toda Europa a los campos de la muerte.

“Pensé también en los conductores. Son personajes muy importantes”, añade la escritora. “Se trata de supervivientes, que pueden haber tenido un papel crucial en los asesinatos, pero que también pueden salvar la vida de personas”, explica antes de relatar la historia de un conductor de autobuses que debía trasladar a musulmanes bosnios expulsados de sus casas y que se negó a dejar subir a soldados al vehículo, un gesto que evitó una matanza.

Un técnico saca una bolsa con los restos humanos de una persona en la cámara frigorífica de la morgue de Tuzla, donde se encuentran los restos de miles de personas encontrados en fosas comunes en los alrededores de Srebrenica, para su posterior identificación en el Centro de Identificación que la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas (ICMP) tiene en la ciudad de Tuzla (Bosnia-Herzegovina).
Un técnico saca una bolsa con los restos humanos de una persona en la cámara frigorífica de la morgue de Tuzla, donde se encuentran los restos de miles de personas encontrados en fosas comunes en los alrededores de Srebrenica, para su posterior identificación en el Centro de Identificación que la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas (ICMP) tiene en la ciudad de Tuzla (Bosnia-Herzegovina).Eulogio Martín Castellanos

“Cuando llegué aquí no sabía lo que me esperaba”, confiesa la autora en el arranque del libro. “Nada me había preparado para contemplar una fosa común. Una fosa común es trabajo. No hay sitio para las ideas frente a ese enorme agujero del que deben extraerse los cuerpos antes de que llegue el invierno”. El contacto con el trabajo de campo de los forenses marca todo su gran reportaje, teñido por la admiración hacia las personas que dedican su vida a buscar cadáveres, porque no solo se enfrentan al olor de la muerte, sino al dolor de las familias. Son los que excavan, pero también investigan y cotejan el ADN para tratar de cerrar los miles de casos de desaparecidos que quedaron abiertos tras una guerra durante la que fueron asesinadas 100.000 personas, la mayoría civiles.

“Senem y Darija son dos mujeres muy fuertes que tienen una gran conciencia del trabajo bien hecho. No han elegido aquello a lo que se dedican, se encontraron haciendo ese trabajo un poco por azar”, señala la autora. “Y se trata de una labor pesada y muy meticulosa. Requiere también una enorme empatía hacia las familias, pero también una cierta distancia. Es un trabajo que se ocupa de la humanidad: un desaparecido debe convertirse en un difunto”.

Muchas veces se trata de profesionales que han recorrido los lugares donde se han producido matanzas en todo el mundo —Argentina, Perú, Guatemala, Irak, los Balcanes, ahora Ucrania— y que nunca llegan a acostumbrarse ni a la muerte, ni al dolor interminable de los supervivientes. Su labor ha sido reflejada en otros libros, por ejemplo, Como si masticaras piedras. Sobreviviendo al pasado en Bosnia, de W. L. Tochman, o en los reportajes e investigaciones del reportero español Gervasio Sánchez sobre los desaparecidos en diferentes conflictos. José Pablo Baraybar, un antropólogo forense peruano, señaló ante un enterramiento masivo en Kosovo: “Hay puntos en común en todos los casos de desaparecidos que he tratado en mi vida. Uno de ellos es que siempre hay mujeres que caminan; mujeres porque las víctimas de este tipo de crímenes suelen ser hombres, y que caminan porque van de un sitio a otro buscando a sus desaparecidos”.

Los casos de desaparecidos en Europa ya no solo vienen de las guerras y de la limpieza étnica: Tervonen ha trabajado también en la inmensa fosa común en la que se ha convertido el Mediterráneo, donde miles de personas se han ahogado —y se siguen ahogando— al tratar de buscar refugio en Europa huyendo de la guerra, el hambre y la miseria. “Me he encontrado ese mismo olor de la muerte en un barco que trasladaba en Sicilia a decenas de muertos de un naufragio”, explica.

Trabajos de excavación en la fosa común de Tomasica, en noviembre de 2013.
Trabajos de excavación en la fosa común de Tomasica, en noviembre de 2013.HARIS MEMIJA (Xinhua /Landov / Cordon Press)

El caso bosnio es especialmente complicado porque, cuando se acercaba el final de la guerra, sobre todo después de que fuesen identificados por satélite los enterramientos masivos tras la matanza de Srebrenica —considerada un genocidio por la justicia internacional—, los perpetradores movieron cadáveres de una fosa a otra de tal forma que los restos de una misma víctima pueden estar repartidos por muchos lugares. La Comisión Internacional de las Personas Desaparecidas se creó en 1997 para tratar de identificar a los desaparecidos a través del ADN, que había que recolectar entre los familiares. Es a lo que se dedica Darija, cuya misión es no solo buscar restos genéticos, sino reconstruir historias, vidas de seres humanos, que esconden los cadáveres.

Toda la información se introduce en una base de datos y se cruza utilizando un programa propio hasta que da resultados positivos: entonces, cuando se tiene una certeza superior al 99,95% de que se trata de esa persona, comienza el proceso de identificación tradicional con la información posterior y anterior a la muerte. Esa técnica, utilizada por primera vez en Bosnia, se aplicó luego tras los atentados del 11-S, el tsunami e Irak.

Sin embargo, aunque todavía quedan miles de casos por cerrar, Darija trabaja ahora sola y cubre un tercio de Bosnia-Herzegovina. Han pasado casi 30 años desde el final del conflicto y la máquina de la muerte y del horror no se ha detenido: ahora los equipos de forenses trabajan en Siria, en Irak o en Ucrania. La guerra de Bosnia parece lejana, injustamente olvidada, sostiene Tervonen. “Sobre Ucrania se ha dicho muchas veces que es la primera guerra en Europa en décadas y es falso. No sé muy bien por qué se ha olvidado tanto lo que ocurrió en Bosnia. Tal vez porque estuvo demasiado cerca de nosotros, por eso no tenemos ganas de recordarlo”.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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