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Feria de San Isidro
Crónica
Texto informativo con interpretación

Daniel Luque, aquilatada maestría

El presidente le negó injustamente una oreja del sexto tras una inteligente actuación coronada con un espadazo espectacular

Daniel Luque saluda a los tendidos tras la muerte del sexto toro de la tarde.
Daniel Luque saluda a los tendidos tras la muerte del sexto toro de la tarde.Kiko Cuesta Efe
Antonio Lorca

El presidente que ha ocupado esta tarde el palco de Las Ventas se llama José Luis González González y se ha cubierto de gloria. O carece de los conocimientos rudimentarios que se les supone a todo aquel que es elegido para tan alta responsabilidad o no se enteró de nada, y no se sabe qué es peor.

Daniel Luque ha ofrecido una sesión doble de aquilatada maestría. No es solo que esté en un buen momento de su carrera, es que disfruta de un estado de gracia reservado para pocos a lo largo de la historia. Le embisten todos los toros, conoce como nadie los terrenos, se coloca en el sitio justo, domina la técnica y torea de verdad, con el pecho por delante, muletazos largos en los que va imantada la embestida del animal. Lo de esta tarde ha sido una lección magistral ante un lote infumable e inservible en otras manos.

En las de Daniel Luque, los dos toros no han tenido más remedio que embestir porque así lo había decidido el poderío de un torero que llena el escenario con su firmeza, seguridad y absoluta confianza en su labor.

Al manso que hizo tercero, al que banderilleó primorosamente Iván García, lo recibió de muleta con trazos largos, con la pierna flexionada, que duraron una eternidad y pusieron a la plaza sobre aviso. No fue una faena de tandas ligadas por el impedimento insalvable de la invalidez del toro, sino toda una lección de torería de la mano de una figura a la que, a estas alturas, nadie puede negarle que ha alcanzado la cima del toreo.

Llovía durante la lidia del sexto, otro toro justo de trapío y desbordada mansedumbre, soso y sin clase, al que Luque le recetó una lidia analítica para robarle un natural hondo en un perfecto cambio de manos, destellos plásticos con esa misma mano y derechazos muy estimables, siempre con las zapatillas asentadas en el barro y la cabeza en pleno funcionamiento. Mató de un estoconazo fulminante, la plaza se cubrió de pañuelos a pesar de los paraguas, y el presidente no dio su brazo a torcer. Habrá que concluir que no se enteró de lo que había sucedido en el ruedo, lo que supone un grave error de quien lo ha nombrado.

Cuando Urdiales brindó al respetable la muerte de su primero, se hizo en la plaza un silencio de expectación que pronto se desvaneció. La elegante actitud del torero y la nobleza del animal no pudieron superar la manifiesta invalidez del toro, que emborronó las salpicaduras estéticas de algunos muletazos cargados de buena intención. Después de varios amagos de desvanecimiento, el animal no pudo aguantar más aquella caricatura de lidia y se desplomó en la arena a todo lo largo de su anatomía. Llegó, entonces, el momento escandaloso de la tarde, ese que consiste en que la cuadrilla se acerca al lugar de los hechos, acerca los capotes a la cara del moribundo, y en vista de que parece que su decisión es descansar de por vida, uno de los subalternos le tira del rabo o se lo dobla -no hay escena más bochornosa- con la intención de provocar el enfado del animal y que se vuelva a mantener sobre sus extremidades; pues ni por esas. Se levantó cuando quiso y Urdiales lo volvió a sentar de una estocada.

Si lisiado estaba el primero, un manso de libro fue el cuarto, que huyó del caballo, provocó el pánico en banderillas y duró solo un instante en las manos del diestro riojano, convencido, como toda la plaza, de que aquello era un pozo sin fondo.

Tampoco tuvo suerte Talavante que se lució en un quite por airosas chicuelinas rematadas con una larga en el toro que abrió plaza, y se encontró más tarde con un borrachuzo birrioso que no tenía un pase.

Otro manso y blando fue el quinto, al que banderilleó muy bien Miguelín Murillo, y Talavante brindó al público, señal inequívoca de que algo bueno le había atisbado. Se hincó de rodillas, y de tal guisa levantó la fría tarde con sentidos derechazos, un primoroso cambio de manos, varios naturales de categoría y hasta dos pases de pecho que compusieron una secuencia emocionante. Después, hubo aroma, intención y actitud, pero el oponente animal no permitió más lucimiento.

En la plaza sí quedó constancia de la maestría incontestable de Luque y el error monumental del presidente, al que los tendidos le gritaron con toda la razón “¡fuera del palco!”. Y de algo más: del fracaso estrepitoso y sin paliativos de Alcurrucén.

Alcurrucén / Urdiales, Talavante, Luque

Toros de Alcurrucén, mal presentados, mansos, descastados, blandos y deslucidos.

Diego Urdiales: -aviso- estocada (algunas palmas); estocada (silencio).

Alejandro Talavante: tres pinchazos, casi entera y un descabello (silencio); casi entera tendida -aviso- y un descabello (ovación).

Daniel Luque: casi entera -aviso- y un descabello (petición y gran ovación); gran estocada (petición mayoritaria y vuelta al ruedo).

Plaza de Las Ventas. 1 de junio. Vigésimo festejo de la Feria de San Isidro. Lleno (22.798 espectadores, según la empresa).

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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