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Placeres de verano | Leer un tocho: lo que se lee en el verano se queda en el verano

El estío es propicio para la lectura de libros gordos, donde prime la trama al estilo, que no sean demasiado densos y no cuenten demasiadas penas. Hay quien se agarra a las novelas policíacas; los más motivados, a los clásicos grecolatinos

Una persona leyendo un libro frente al mar en Calella de Palafrugell, el 24 de julio.
Una persona leyendo un libro frente al mar en Calella de Palafrugell, el 24 de julio.MASSIMILIANO MINOCRI
Sergio C. Fanjul

Leer es, por lo general, lo que hacemos cuando no hay nada mejor que hacer. Por eso la gente, no hace tanto, leía en el metro, en la cama o en la sala de espera del dentista. Ahora la cosa es más complicada, porque ahora siempre hay algo mejor que hacer. O sea, mirar el móvil. De modo que, encadenados como estamos a la libertad, encontrar el momento para la lectura tiene su enjundia. En verano, sin embargo, la gente sigue leyendo, porque sería una indecencia pasarse las vacaciones haciendo lo mismo que uno hace la parte restante y sobrante del año. O sea, mirando el móvil. La vida se convertiría en un continuo siniestro y amorfo de tuits, stories y vicios como el periodismo y el porno. Pero ahí entra, salvífica, la literatura.

Hace unos años, justo antes de comenzar aquel viaje a Cuba, perdí mi smartphone en un bar de copas del madrileño barrio de Lavapiés, así que tuve que embarcarme sin teléfono. Si estuve en la isla unos 20 días, pude leer unos 13 libros (en formato electrónico, claro), y eso que durante esas semanas no dejé de visitar cayos, de hablar con cubanos de eso que se habla siempre en Cuba, de comer frijoles y de coger almendrones para ir de un sitio a otro. Fue la magia lectora que sucede cuando intersecan el tiempo libre y la ausencia de distracciones digitales. Por cierto, para no verme imbuido de la propaganda del Régimen, dejarme barba y echarme a la Sierra Maestra, utilicé algunas lecturas antagónicas y delirantes a modo de antídoto: Memoria del comunismo, de Federico Jiménez Losantos, y España vertebrada, el libro-entrevista en el que Fernando Sánchez Dragó, recientemente fallecido, a la vez apadrina y vacila a un dócil Santiago Abascal, que por entonces empezaba a asomar la zarpa electoral.

El verano, como se ve, es el momento en el que uno puede leer esos libros que nunca se leería durante el resto del año, como si las vacaciones significasen un tiempo de vida extra, una dimensión paralela, un sidecar existencial en el que pudiésemos ser lo que no somos en la realidad cotidiana, disfrazarnos de otro lector, u otros lectores, asomarnos a otros mundos (ya sea la ultraderecha o la fantasía medieval) y leer de incógnito. Quizás en septiembre lo contemos en la oficina, pero también es posible que nunca lo hagamos, porque lo que se lee en verano se queda en verano, como lo que sucede en Las Vegas, que ídem.

James Joyce en chanclas, Marco Aurelio para criptobros

“Los lectores demandan libros que sean entretenidos; más ligeros si van a viajar mucho, más gruesos si se van a tumbar a la playa”, explica la legendaria librera Lola Larumbe, de la librería madrileña Rafael Alberti, “escritores solventes, buena escritura, pero muchas veces prefieren que no sean demasiado densos: es verano y no estamos para que nos cuenten las penas. Hay otros que se agarran a los clásicos”.

Así, la canícula es propicia para emprender grandes obras, ya sea por su tamaño, dificultad o estatus, que no es razonable abordar en días laborables. Por ejemplo, un clásico pendiente de esos que da vergüenza no haber leído, pero para el que nunca hay oportunidad en el cotidiano fluir de las novedades ineludibles, los libros del año y los fenómenos editoriales. A veces pasearse por el camping mirando los libros vecinos es como darse un paseo por lo mejor de la cultura grecolatina, sobre todo ahora que está de moda el estoicismo, sin obviar algunos chispazos de modernismo anglosajón. James Joyce en chanclas, Marco Aurelio para criptobros. Abundan las expectativas demasiado elevadas y las obras de Nietzsche, en edición baratera, tristes y abandonadas junto a esa bola de papel albal arrugado que una vez contuvo un bocata.

También se puede abordar ese tochazo que siempre da pereza, pero que podemos ir amortizando poco a poco entre chapuzón, paella y ataque de medusa; a poder ser uno en el que el estilo no sea demasiado exigente (y sea, pues, compatible con la mirada entrecerrada por el sol y el sopor del Tour de Francia) y en el que la trama (una novela histórica, una historia de espías, un romance sobrecalentado) sea sencilla y a la vez trepidante, tanto que a veces den ganas de bajar a la hamaca solo para iniciar un nuevo capítulo, ajeno a los alaridos de los niños que corretean peligrosamente por el borde de la piscina. Curiosamente, según la organización estadounidense Wordsrated, el grosor de los superventas publicados en Estados Unidos entre 2011 y 2021 cayó de media 51,5 páginas (de 437,5 a 386). Un encogimiento libresco del 11,8%. Es el increíble caso del best seller menguante.

Una cosa extraña y hermosa de los libros vacacionales es el acelerado deterioro físico que sufren, como si fueran presidentes del gobierno, los pobres, obligados a trasladarse en diferentes maletas, mochilas y bolsos, siempre atravesados y requemados por el sol, azorados por el salitre y la crema solar, el agua y el constante manoseo, tal vez alguna mancha de sangría. Son como el retrato de Dorian Grey: se van volviendo cada vez más viejos y decrépitos para que, a cambio, uno sea a cada página una persona mejor y más leída. Dependiendo, claro está, de si uno lee algo edificante o, por el contrario, se pierde en esas lecturas culpables que no revelará nunca, ni bajo la más cruel tortura. Lo que se lee en el verano, se queda en el verano.

Algunos tochos de ayer y de hoy

En busca del tiempo perdido (Alianza Editorial), de Marcel Proust. Son siete tomos que pueden considerarse una sola obra de 9.609.000 caracteres (contando los espacios). La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral), de Paul Auster. 1044 páginas. Ulises (Lumen), de James Joyce. 960 páginas. Castillos de fuego (Seix Barral), de Ignacio Martínez de Pisón. 704 páginas. El hombre sin atributos (Seix Barral), de Robert Musil. 1568 páginas. La broma infinita (Literatura Random House), de David Foster Wallace. 1216 páginas. Noche. Sueño. Muerte. Las estrellas (Alfaguara), de Joyce Carol Oates. 800 páginas. Los destrozos (Literatura Random House), de Bret Easton Ellis. 680 páginas. Trilogía M (Alfaguara), de Antonio Scurati. Tres tomos que suman 1856 páginas.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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