Si Goethe levantara la cabeza...
El Instituto de Literatura del Mundo se reúne en Harvard para reflexionar sobre la literatura mundial en tiempos de la globalización y ensalzar la figura del autor de ‘Fausto’
Reunir a cientos de comparatistas literarios procedentes de 35 países distintos para que discutan sobre el futuro de la literatura mundial podría parecer una idea fantasiosa. En una época como la nuestra, en la que todas las conversaciones giran en torno a la extrema derecha, la guerra o las consecuencias devastadoras del cambio climático, cuesta imaginar una gran reunión de expertos en Beckett, literaturas africanas o Marcel Proust intercambiando opiniones sobre el porvenir de la novela o la importancia de la traducción literaria. En principio, se trata de una situación tan deliciosamente libresca que, para ser verosímil, solo podría suceder en una desternillante novela de campus, como Intercambios o El mundo es un pañuelo, aquellas pequeñas obras maestras que escribió David Lodge a finales del siglo pasado. Sin embargo, la idea no tiene nada de fantasiosa, pues constituye una sólida tradición veraniega que, desde hace más de una década, organiza el Instituto de Literatura del Mundo de la Universidad de Harvard en ciudades tan alejadas en el mapa como Pekín, Estambul, Tokio o Copenhague.
Este año, el encuentro babélico ha regresado al propio Harvard, las oficinas centrales del Instituto, donde tuvo lugar, con gran éxito de participación, entre el 5 y el 27 de julio. Hasta Cambridge, Massachusetts, se desplazaron profesores, estudiantes e investigadores de todos los rincones del planeta con un único propósito: reflexionar sobre la literatura mundial en tiempos de la globalización.
Si Goethe levantara la cabeza, probablemente observaría con gran curiosidad las reuniones del Instituto de Literatura del Mundo que han tenido lugar en el coqueto auditorio del Museo de Arte de Harvard. Al escuchar las conferencias de respetados académicos como Homi Bhabha o Mariano Siskind sobre memoria cultural, cosmopolitismo o lenguas menores ante un grupo variopinto de estudiosos de Israel, China, España o Australia, el gran escritor alemán habría podido comprobar la enorme fortuna teórica de la Weltliteratur, un término que él mismo se encargó de promocionar en los últimos años de su vida. Seguramente, se habría frotado los ojos al ver que, casi dos siglos después de formularlo, su concepto de literatura mundial continúa utilizándose para iluminar acontecimientos o escenarios culturales completamente incomprensibles para él, como el Black Lives Matter o el Brexit.
Es más, que la Weltliteratur goza de mejor salud que nunca, pues hoy la velocidad a la que se venden los derechos de traducción en la feria de Fráncfort es directamente proporcional al interés global que despierta una obra incluso antes de publicarse. Lo que sí le hubiera resultado familiar a Goethe, pues siempre fue así, es que continúe siendo una idea tan fecunda como difícil de definir. ¿Hace referencia a las literaturas del mundo, en toda su vasta e inagotable extensión? ¿O, más bien, constituye un sinónimo de literatura universal, entendida como el conjunto de los grandes clásicos de la historia humana? ¿O será, simplemente, otra forma de nombrar la literatura extranjera?
Lo cierto es que, desde que lo empleara por primera vez en enero de 1827, Goethe no lo hizo en ninguna de estas acepciones exactamente; ni como sinónimo de las infinitas producciones literarias ni como un canon de obras maestras. Tampoco como otra forma de señalar la literatura extranjera. Más bien, en las veintipocas ocasiones en las que encontramos alusiones al misterioso concepto en su obra, fundamentalmente en sus conversaciones con Eckermann, en las anotaciones de su diario y en sus cartas, el autor de Fausto parece entenderlo como una superación de la estrechez de miras a la que, forzosamente, habían conducido las literaturas nacionales, promocionadas por el movimiento romántico que él mismo había contribuido a cimentar en su juventud.
El desarrollo y modernización de los transportes y de los medios de comunicación escritos, como los periódicos, hacía que Goethe presagiase una época por venir en la que la literatura podría viajar fácilmente más allá de sus fronteras originales de creación, tanto físicas como mentales. Sabía muy bien de lo que hablaba, pues él mismo había visto cómo la publicación de Las desventuras del joven Werther, aparecida en 1774, se convertía en un éxito fulminante, un auténtico best-seller internacional que traspasó fronteras, cosechó lectores e, incluso, desató una auténtica werthermanía en toda Europa. A comienzos del siglo XIX, en definitiva, la Weltliteratur dibujaba un horizonte creativo y de recepción amplio, ilusionante, uno en el que las ideas y las formas artísticas circularían, mundializadas, dando pie a un entendimiento y comprensión mayores entre los seres humanos. Sin duda era una idea cautivadora y no es casual que, en El manifiesto comunista (1848), Marx y Engels se sirvieran de ella como símil para explicar la emergencia de un mercado mundial, caracterizado por el tráfico de mercancías entre las naciones, aunque en su caso no fueran tan optimistas sobre las perspectivas que abría.
Es precisamente este sentido circulatorio de la Weltliteratur el que siempre ha reivindicado David Damrosch, catedrático de literatura comparada en la Universidad de Harvard, principal impulsor y director del Instituto de Literatura del Mundo desde su fundación. Formado en la universidad de Yale cuando allí reinaba Paul de Man, Damrosch publicó en 2003 un famoso libro, What is World Literature? (¿Qué es la literatura mundial?), en el que recuperaba para la globalización el sentido original que Goethe había transmitido al término. En sus páginas volvía a definir la Weltliteratur como “aquella literatura que circula, en traducción o en el original, más allá de sus fronteras nacionales, lingüísticas o culturales”, una definición que parecía más útil que nunca hace dos décadas, cuando internet florecía y en todas partes se hablaba de una aldea global. En España su teoría literaria también tuvo un eco importante, sobre todo en los trabajos del profesor e investigador César Domínguez.
Tomando como ejemplo paradigmático al escritor Salman Rushdie, a quien caracterizaba como un autor plenamente posnacional en su formación e internacional en su recepción, Damrosch alentaba a los comparatistas y teóricos de la literatura a colaborar activamente entre ellos para construir una nueva historia de la literatura que huyera del eurocentrismo occidentalista que había caracterizado a críticos nostálgicos, como Harold Bloom. Incluso no dudaba en aconsejarles que no temieran darle la vuelta a la organización espacio-temporal clásica de la historia literaria, invirtiendo el orden tradicional. No había nada malo en empezar por el presente, adentrándose en las producciones literarias de otros continentes, para caminar después, sin miedo, hacia las más remotas producciones del pasado.
En otras palabras, Damrosch defendía la curiosidad y la apertura como base de una auténtica sensibilidad literaria. Predicaba con el ejemplo, pues él mismo, cuando era un joven estudiante en Yale, no había dudado en matricularse en un curso de náhuatl para conocer mejor la cultura azteca. Fiel a este espíritu de juventud, su último libro, Around the World in 80 Books (La vuelta al mundo en ochenta libros), se publicó en 2021, cuando la pandemia limitaba drásticamente los desplazamientos, no digamos las vueltas al mundo. Defensor a ultranza de la capacidad de la literatura para expandir nuestra comprensión de la realidad, Damrosch propone en sus páginas una historia literaria en movimiento, opuesta al estatismo de los viejos cánones, que toma el viaje y el nomadismo migratorio como la auténtica condición de posibilidad de la literatura.
Este ha sido también el aliento que ha caracterizado al Instituto de Literatura del Mundo desde su inauguración en 2011 en Pekín. Durante estos años, el equipo que dirige Damrosch, así como su constelación de brillantes oradores invitados, como Gayatri Spivak o Franco Moretti, han logrado crear una universidad circulante que va rotando por el mundo, entre Asia, Harvard, Europa y Oriente Medio en sus discusiones anuales sobre La epopeya de Gilgamesh, la última novela de Orhan Pamuk o las traducciones de Murakami. “No solo queríamos hablar de globalidad, sino ser nosotros mismos globales”, me contaba una mañana a finales de julio en su despacho atestado de libros de la Dana-Palmer House, la casita victoriana pintada de blanco que acoge el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Harvard.
Y lo han conseguido. En la edición de este año, llegaron a Cambridge 168 participantes procedentes de 55 instituciones académicas distintas. Los veo pulular por los jardines de Harvard cuando la reunión del Instituto estaba llegando a su fin. Forman un auténtico enjambre de estudiantes y profesores internacionales. Al aguzar el oído descubro que hablan sobre Madame de Staël, la traducción al suajili de Shakespeare o los archivos de la esclavitud en Barbados. “Me ha abierto la mente”, me confiesa uno de ellos cuando le pido que haga una valoración del encuentro. Y me digo a mí misma que Goethe se habría sentido satisfecho.
Babelia
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