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Cabreo y desencanto: las voces de la otra Transición

La película maldita ‘Después de…’ muestra, cuarenta años después, una España crispada de ultraderecha, feminismo insatisfecho, tensiones territoriales y violencia en las calles

Paco Cerdà
Fotograma de la primera parte de 'Después de...'.
Fotograma de la primera parte de 'Después de...'.

Entre la España del “Franco ha muerto” y la España amnésica de la Movida hubo un país con relato oficial —la Transición— y una sociedad indómita que asustaba. Que incomodaba. A la que el poder no se atrevía a mostrar en los cines. Con falangistas que desfilaban con antorchas de fuego. Partidarios de ETA que se reían de los asesinatos. Comunistas dispuestos a responder a muertes con más muertes. Jóvenes atrapados en el nihilismo y mujeres atenazadas por el machismo. Agricultores abandonados, obreros hartos del patrón y patronos hartos de los impuestos de la democracia. Esa es la España que rescata Después de…, un documental de tres horas que dibuja otra Transición, muy distinta a la canónica. Un fresco con voces de la calle de los años 79 y 80. Un retrato en crudo —esperpéntico, si se quiere— de lo que también fuimos. Algo así como la versión colectiva de El desencanto de Jaime Chávarri y los Panero. Esa película maldita, codirigida por Cecilia Bartolomé y su hermano José Juan Bartolomé, cumple ahora cuarenta años de su estreno “normal” tras muchas trabas gubernativas. Y hoy, al fin, ya puede verse en línea (Tokyvideo).

Con la Constitución ya refrendada, cuatro jóvenes se montaron en un Citroën Dyane 6 con una cámara Arriflex de 16 milímetros y un grabador de sonido portátil. Recorrieron Madrid, Barcelona, el País Vasco, Sevilla, Málaga, Valladolid, Zamora y La Rioja. Y como camaleones, se subsumieron en cada ambiente. Parecían simpatizantes de la causa allá donde iban. Así lograban testimonios con una rara autenticidad. Las voces reales de un país dividido, radicalizado, violento. Cabreado.

En la primera parte —No se os puede dejar solos— todo empieza con un Primero de Mayo. Hay gritos de Lenin, retratos de Lenin, cánticos de “España, mañana, será republicana”. Una mujer, envejecida de forma prematura, parece angustiada. Cuenta que durante la dictadura se le murió una hija de hambre y que su marido estuvo ocho años en la cárcel. Ella tuvo que ponerse a pedir. La señalaban por la calle. A sus hijos nadie los contrataba, “por rojos”. Ahora le pide a la democracia más.

Cartel de la primera parte del documental español 'Después de...'.
Cartel de la primera parte del documental español 'Después de...'.

A la democracia le piden menos en Las Ventas. Veinte mil personas llenan la plaza de toros en un acto de Fuerza Nueva. Habla un hombre. Lleva El Alcázar bajo el brazo. Detesta la democracia. Dice que “el pueblo español no está en condiciones de elegir su destino” porque, en completa libertad, solo sabe “hacer el bestia, convertir a todas las mujeres en prostitutas y a todos los tíos en desviados” entre el porno y las drogas. “Es el hundimiento”, augura. Cerca de él, otro dice: “Lo que hace falta en España es otro Franco”. Una requeté, con el brillo en los ojos, remacha: “Jamás acataremos la monarquía liberal y capitalista”.

En el Valle de los Caídos, la nostalgia es infinita. “Viva doña Carmen”, vitorean a la viuda del dictador. Blas Piñar, líder ultraderechista, entra con honores a la basílica. Lo rodean cientos de banderas, boinas rojas y camisas azules con flechas enyugadas. Un hombre con bigote de posguerra, con su señora del brazo, asevera: “Después de los Reyes Católicos, Francisco Franco. No hay más, y no lo habrá”. La señora añade: “Con el tiempo será más que Napoleón”. Otra mujer de unos sesenta años, férrea y carismática, con pendientes de perlas y brillante oratoria, mira fijamente a cámara y vocifera: “Franco encontró una España destruida. Deshecha. Llena de piojos. Llena de cadáveres. Saqueada miserablemente por el comunismo y la masonería. Y nos dejó una España maravillosa. Una España arriba. Una patria limpia, llena de alegría. Y nos la han destruido. Nos la han dejado llena de terrorismo, llena de miseria, de anarquía. Nos están destrozando todo”. Es el clímax de la película.

Oda al desencanto general

Cada secuencia rezuma conflicto. También social. Las comunidades cristianas populares —llenas de barbas, cigarrillos y gafas— han conseguido que una parroquia aloje a veintiséis familias dentro de la iglesia. Viven allí, tirados en el suelo, porque los han desahuciado; el chabolismo no da para más.

En Bilbao piden la amnistía para once mujeres que han abortado. En las calles corean: “No es casualidad que el que nunca pare prohíba abortar”. Un grupo de abogadas feministas denuncia que el machismo sigue incrustado en los juzgados. Que el abuso sexual tenga tantos atenuantes.

En Vallecas, unos chavales responden a cámara. Pasan de la política. Solo quieren que se despenalicen las drogas y dejen tranquilos ya a quienes trapichean. Eso dice una chica, que visita a su novio en la cárcel. En la pared hay una pintada: “Todos estamos en libertad provisional”.

En Lebrija, una tractorada protesta contra el abandono del campo. “Sube el gasoil, la maquinaria, el abono”, se quejan. Con la camisa abierta y una gorra para guarecerse del sol, el agricultor que lleva la voz cantante exige la unidad de los productores. Ir a por todas. Se palpa la excitación y mucha violencia verbal. “Estamos hartos. Yo he venido dispuesto a luchar, a matar”, dice uno. Podrían suscribirlo muchos. Y no solo los de camisa abierta de pelo en pecho. Hay empresarios enfadados con Adolfo Suárez. Los hosteleros se niegan a pagar el impuesto suntuario. “Los pequeños empresarios somos la representación más viva del individualismo creativo empresarial. ¡Y no vamos a pagar el impuesto!”, grita un hostelero ante un pabellón atiborrado. Sus iguales lo ovacionan.

Igual que los empresarios, los obreros se sienten defraudados. “Hay más libertad en el Parlamento, más libertad en la calle, pero igual o menos libertad en las empresas”, se queja un proletario. A su lado, con jersey de punto, un veinteañero añade: “Aunque haya muerto el perro [Franco], la rabia continúa”.

Y la rabia engendra violencia.

Charo Reina, vestida de falangista, dice que ya no le ofende que la llamen fascista. “Si defender la unidad de la patria, la justicia y nuestros ideales es ser fascista, yo lo soy”. Y agrega: “En algunos casos somos violentos, no te lo voy a negar”. Esa violencia le ha quitado la vida a Andrés García Fernández, un comunista de dieciocho años que hacía la mili. Lo ha matado a puñaladas un joven que llevaba un brazalete con la cruz gamada. En el entierro, mientras Carrillo intenta calmar los ánimos y pide evitar la espiral de acción-reacción que condujo a la Guerra Civil, un sindicalista raso, con bandera roja y cuello alto, dice a la cámara: “Estamos hasta los cojones de que estos fascistas nos maten a los trabajadores”. A su lado, otra comunista apostilla: “No vamos a esperar a que nos asesinen uno a uno”.

El desencanto —también en la segunda parte: Atado y bien atado— impregna toda la película. Un vasco con txapela dice: “Si no decimos que somos españoles nos dan látigo, nos matan”. Un obrero vasco con mono azul y casco verde arremete contra el “terrorismo burgués” de cuño español. Ante él, esgrime, “el pueblo de Euskadi solo hace que defenderse. Si hace falta una metralleta, con una metralleta”. Y si matan a un guardia civil, dice otro, “nos alegramos y tomamos champán”.

Cartel de la segunda parte de 'Después de...'.
Cartel de la segunda parte de 'Después de...'.

Un emigrado de la España rural afirma: “Al régimen de Franco no le perdonaré nunca que tuviera que dejar mi tierra”. Un cura que cruza la calle grita “Viva Cristo Rey” y se le echan encima docenas de izquierdistas. Un joven barbudo pide una República Mundial de Pueblos Socialistas. Los castellanos reivindican a los comuneros y gritan “Viva Castilla”. Suena la dulzaina y el tamboril y hay pancartas de “Soria Nuclear No”. Cerca de Logroño, junto a las fosas comunes de la Barranca, hay viudas enlutadas que se han pasado décadas humilladas, con una alambrada que no les permitía acceder a sus muertos de posguerra, “tratados como perros”.

Impresiona el juego de espejos con el presente. Feminismo, ultraderecha, memoria, despoblación, tensiones territoriales, peticiones de amnistía, precariedad laboral, impuestos. Ayer, hoy.

La frustración de la directora

Después de… se terminó en enero de 1981. Al mes siguiente, aquella España enfebrecida sufría un golpe de Estado. El 23-F. Otra película comenzaba. Para España, y también para la cinta de los hermanos Bartolomé. El Ministerio de Cultura calificó la cinta para mayores de 18 años. También le quitaron la posibilidad de recibir ayudas. No querían que se viera. Era una película incómoda para todos. Por su visión crítica con la Transición y por la radicalidad que muestra. “Da la impresión de que con la democracia todo es caos y casi todo negativo”, dice uno de los informes.

Hoy, tantos años después, la cineasta Cecilia Bartolomé guarda dos recuerdos de aquel experimento sociológico. El primero es la aventura de un rodaje que le descubrió un país desconocido. “Veíamos extremismos por todos lados. La gente no olvidaba el pasado franquista, los muertos, la represión, y tenía muchas ganas de hablar. Se moría por contar su vida y expresar sus opiniones. Aún no estaban viciados por las cámaras, como hoy. ¡Por fin éramos libres y podían decirse burradas!, y ahí yo aprendí que no puedes caer en dogmatismos, ni en absolutismos ni en maniqueísmos. Conviene ser un poco escéptico”, cuenta.

Cecilia Bartolomé
Cecilia Bartolomé, en una fotografía de 2022.Víctor Sainz

El segundo recuerdo es lo que pasó tras el 23-F. “El golpe de Estado triunfó parcialmente. Advirtió del peligro de estirar la cuerda sin medir. Calmó a la gente y redujo la virulencia porque la sociedad vio que podía venir el coco. Eso dio cierto sentido común, pero también cerró la boca de muchas reivindicaciones. El Parlamento se acojonó. La calle se acojonó. El Ejército más progresista se acojonó. Los extremismos plegaron velas y predominó la calma chicha ante el miedo a un nuevo 18 de julio”, asegura Bartolomé. Por eso, aún la directora hoy siente la “gran frustración” de que, cuando la película se malestrenó tarde por culpa de las trabas administrativas, “ya nadie quería oír hablar de dictadura o democracia; todos querían olvidar”. De hecho, pensaban rodar una tercera parte, titulada Todos al suelo, pero se les quitaron las ganas.

Una tradición documental

Después de..., una película ácrata que hurga en cómo la libertad real es cercenada en democracia, conecta con el cine documental español de aquellos años: ¡Arriba España! (José María Berzosa, 1976); Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública (Pere Portabella, 1976); La vieja memoria (Jaime Camino, 1977); Entre la esperanza y el fraude (Cooperativa de Cine Alternatiu de Barcelona, 1977); o El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979). Y que recuerda, inevitablemente, a El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020).

María Teresa Nogueroles, investigadora de la Université de Franche-Comté y especializada en cine censurado en la Transición española, recalca que la película “muestra una realidad de la que no se habla en los medios oficialistas y que va contra lo ortodoxia imperante”. La Transición con aristas. Y Elena Blázquez, profesora de Historia de las artes visuales en la Universidad de Castilla-La Mancha, subraya que “no existe un documental tan amplio, con un análisis sociológico de esta época de la historia de España que resulte tan completo”.

En aquel momento, con Tejero disparando en el Congreso y Juan Carlos I vestido de militar en la televisión, Después de… asustaba. Hoy genera extrañamiento. El de ver un país lejano y reconocerlo próximo. Como las fotos de un álbum familiar.

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