El éxito de los tebeos incómodos de Borja González: “Hay que perder el miedo a putear al lector”
Un paseo con el ganador del Premio Nacional de Cómic por la Badajoz donde nació, sigue viviendo y ha sorprendido al noveno arte. Ahora publica el cierre de su extraña trilogía de la noche, mezcla de sutileza, chicas sin rostro y atmósferas mágicas
El parque lo tenía casi todo. Y, para lo demás, el chiquillo recurría a su imaginación. Había pavos reales, un lago, alguna estatua. De hecho, ahí siguen todavía. Laberintos, fantasmas, duendes y bosques frondosos, en cambio, los añadía su cabeza. Así, el pequeño Borja González convertía cada tarde aquellos escasos metros verdes al lado de su hogar en la mayor de las aventuras. Horas enteras de carreras y ensoñación, solo, hasta que anochecía. Porque, entonces, Castelar se llenaba de una fauna más sombría, igual que otras zonas de la Badajoz de los ochenta. Ya no cabían juegos infantiles: había que regresar a casa. “Estaba obsesionado con este lugar”, recuerda el historietista, cerca de un grupo de patos. Tanto que, de cierta forma, el parque encierra varios pilares de su poética dibujada. Onírica, extraña, mágica, inquietante. Y recién premiada: hace pocas semanas recibió el Nacional de Cómic por Grito nocturno, segundo capítulo de una trilogía que cierra estos días con El pájaro y la serpiente (ambos en Reservoir Books).
El jurado que le otorgó el premio celebró “la lírica, el surrealismo y un trabajo gráfico de gran elegancia y exquisita belleza”. Pero, lo buscara o no, el galardón también ha reconocido un modelo. Puede que su peculiaridad se resuma en la pregunta incrédula que González afronta a menudo: “¿Sigues…?”. Viviendo en su Badajoz natal con 41 años. Dibujando con plumillas. Apostando por obras sutiles. Bebiendo de mangas, videojuegos o cine de terror. Sí, sí, sí y sí. Y sin ganas de cambiar. Si acaso, de ir a más: tal vez mudarse a un pueblo de la dehesa extremeña; o cortar del todo la red de protección en sus viñetas. “De vez en cuando deberíamos perder el miedo a putear al lector. Y si no te has enterado, te jodes y vuelves a mirarlo. O lo dejas reposar”, sonríe. Por su convicción. Y, presumiblemente, por la tarta de crepés que acaba de aterrizar sobre la mesa de la cafetería.
Sus tres obras más conocidas —la trilogía arrancó con The Black Holes— tienen sinopsis, pero apenas esclarecen lo que viene a continuación. O hasta tienden una trampa a los lectores más cautos y acostumbrados a un argumento lineal. “Las tramas me interesan, pero las utilizo como una excusa y un elemento más, como la elección del color o el estilo visual. Y las acabo torpedeando. El armazón es el ritmo”, apunta él. Las contraportadas hablan de punk, thriller, cuentos y ritos extravagantes. Pero, en el interior, desfilan chicas sin rostro ni futuro, a ratos vestidas de princesas o brujas; páginas enteras sin palabras, o con bocadillos vacíos, y otras llenas de debates sobre alguna película o grupo musical. Aves, ciervos, esqueletos o botellas de vino rotas. Hasta el tiempo parece moverse a su antojo, adelante y atrás, sin preocuparse en exceso. ¿Qué sucedió antes? ¿Cómo se llegó hasta aquí? ¿Y cómo terminan los personajes? A saber. Lo que se narra es esto. Y punto.
Al fin y al cabo, González también lo vivió en su piel. Tan solo había una tienda de cómics en la Badajoz de su juventud, la que ocupaba la esquina que ahora indica el dibujante. De ahí que el mercado tampoco cuidara mucho a los aficionados locales como él: además de pasión, se les pedía resistencia. Seguir con constancia una saga se antojaba utópico. Al revés, lo más probable era engancharse “al número 44 de la Patrulla-X” y no tener noticias del 43 ni del 45 en meses. O nunca más. Pero a González un solo álbum le daba para mucho: lo releía, lo observaba, se preguntaba literalmente cómo se realizaba y coloreaba algo así. Hasta que empezó a hacerlo. Tras las huellas de papá, creador de fanzines y cinéfilo. Y mamá, gran lectora del terror. Y con sus propios pasos, como autodidacta.
Primero, por encargo. El placer de estrenarse. Y el aburrimiento de viñetas parecidas, una y otra vez. Así que un día, de pronto, añadió un bocadillo a un dibujo. Lo hizo de nuevo. Y más veces. “Y entonces hice una ilustración en la que había dos chicas con vestidos de época, paseando por los jardines de un castillo”, rememora. Las puso, finalmente, a leer un cómic contemporáneo y hablar de ello. Había encontrado su estilo. Anacrónico. Raro. Misterioso. Con protagonistas femeninas. E improvisado: “Siempre arranco con una imagen y voy construyendo sobre la marcha. Nunca sé cómo termina hasta que me voy acercando al final”.
A fuerza de añadir páginas, en tres meses tenía La reina orquídea, que hoy considera “el borrador” de su carrera. Y el trampolín: salió autopublicado, pero enseguida llegó a Jaume Bonfill, editor de Reservoir Books. Al intercambio de mensajes por Facebook siguió pronto el de firmas en un contrato. La euforia. Y ciertos agobios: “Pensé: ‘Voy a hacer un cómic de verdad’. Una historia de ciencia ficción, con su guion… y no salía”. Hasta que Bonfill le recordó que no le habían fichado por copiar a los demás, sino por lo contrario. Debía ser fiel a sí mismo. Idéntica enseñanza, en el fondo, le había transmitido antaño su padre. En el colegio, una vez, la maestra le bajó la nota por realizar en blanco y negro un dibujo que les había encargado. Su progenitor no dudó en elegir el bando: “Mañana vuelves y le dices que también son colores”. El muchacho lo intentó, sin éxito.
Mucho más tuvo en el comienzo de su aventura editorial. El resultado fue The Black Holes. Y todo lo que ha venido después: la traducción a siete países o los aplausos de la crítica especializada. Los miles de ejemplares vendidos dan fe de su séquito también entre los lectores. Aunque las notas medias y las reseñas en el portal Goodreads, a la vez, demuestran que sus creaciones se atragantan en ciertos paladares. “Tras el Premio Nacional alguien escribió en X [antes Twitter]: ‘No es el mejor cómic del año’. Me entraron ganas de responder: ‘Claro que no, si me preguntas a mí tampoco lo creo’. Estoy muy orgulloso de mi trabajo, pero hay miles de obras maravillosas. Simplemente, le ha tocado a Grito nocturno”, aporta González. Quizás hasta las discrepancias supongan un aval. O, al menos, otra prueba de que sus intentos de tensar la cuerda y fastidiar al público funcionan.
Aunque, en realidad, González no considera tan complejo lo que diseña. Ni ve necesario que se aclare todo: “En España hay autores de vanguardia real, como Roberto Massó. Pero ir a ver una película que me diga que tengo razón sobre lo que ya sé no me interesó jamás. Si algo caracteriza ahora a la cultura popular es dar lo que el seguidor quiere. Así que intento no hacerlo. Si lo que quieres provocar son sensaciones, la incomodidad también es una”. De ahí que conciba sus cómics más parecidos a “un disco o una canción” que a una novela. Es decir, a una emoción, una atmósfera, un destello. A veces no hay nada que entender, o se trata sobre todo de sentir.
Es lo que él le pide a la cultura que más le atrae, del cómic El fantasma de Hoppers, de Jaime Hernández, al cine giallo de Lucio Furni. “Magia”, lo resume. La misma que intenta generar con sus extrañas protagonistas. ¿Por qué siempre mujeres? “Me siento cómodo hablando a través de los personajes femeninos, no me pongo filtros. Tal vez un chico me daría pudor, es como si fuera inequívocamente yo”. ¿Y por qué siempre sin rostros ni manos o pies? “Empezó como una cuestión práctica, ya que tenía que hacer figuras cada vez más pequeñas y perdían detalles. Representan a un ser humano, pero ya. Al pasar a mis cómics, los personajes miden 8,5 centímetros de media. Y lo que me interesa es el dibujo, que se definan también por su entorno. Es un proceso de pulido hasta que quedas en la figura que necesitas”.
A estas alturas, también se ha vuelto marca de la casa. González asegura que prepara ahora una obra algo distinta, “más desenfadada”, con criaturas antropomorfas, en un mundo fantástico. Pero cree que volverá a Teresa, Matilde y las otras chicas de Las tres noches, la trilogía que le ha vuelto único. En lo artístico, aunque también en lo laboral. He aquí uno de los escasísimos creadores que viven del cómic en España. Eso sí, “mileurista”. El ganador del Premio Nacional, publicado por un coloso editorial, con tres obras en varios idiomas. Asusta, pues, imaginar cómo andan los demás. “Si te pagan un adelanto de 2.500 euros por un tebeo que necesita un año y medio, eres un autor de cómics, y eso no te lo quita nadie, pero no es tu trabajo. No puede serlo. Casi nadie en nuestro país logra seguir adelante con los ingresos de sus historietas”, denuncia González. Y la estimación incluye a los que colaboran con el mercado de EE UU, donde prestigio y pagos se miden en otra liga.
De ahí que los 30.000 euros del galardón le den “un balón de oxígeno” y algo de tiempo y tranquilidad para su oficio. “Tampoco es como para tomarme un año sabático”, matiza. “Me preocupa un poco esa insistencia en ver los premios como una ayuda a toda la industria, que creo que viene de la precariedad del sector. Me viene muy bien a mí, claramente, pero no representa un motor para todos, está mal que nos agarremos a cualquier cosa”, agrega González. Seguir en Badajoz, en ese sentido, también le beneficia. Aunque precios y alquileres no son los únicos lazos que le atan a su tierra, junto con su pareja, Mayte Alvarado, creadora de tebeos como La isla.
González dice tener “amor y odio” por su ciudad, la ve “dura, pero también fácil”. “Algo salvaje, no especialmente agradable”, abandonada por la Administración central y poco sedienta de cultura, aunque quizás una cosa dependa de la otra, insinúa el dibujante. A la vez, sin embargo, Badajoz le ha hecho quien es, le ha forjado y ha influido en sus cómics. Y el propio dibujante muestra por el casco antiguo cómo tabernas, terrazas y fachadas recién pintadas están cambiando la cara incluso de zonas que de pequeño le desaconsejaban visitar. De la decadencia de ciertas esquinas, o los muros echados a perder en otras, a la hermosa tranquilidad de la alcazaba o incluso el arranque de gentrificación del que da fe un enorme anuncio de un futuro edificio de pisos turísticos. Por esas mismas calles, alguna vez, hasta le han parado para felicitarle por su obra. “Pocas, eh”, agrega enseguida.
Quedarse en Badajoz puede verse incluso como un manifiesto: convencer desde los márgenes del sistema, sin escuchar la llamada de Madrid o Barcelona. Y obligar a editoriales o festivales a lidiar con el célebre aislamiento de Extremadura, si realmente quieren contar con él. Coherente con sus páginas, al fin y al cabo: es otra incomodidad.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.