Haz lo que debas
La publicidad nos retrata: nos gusta empoderarnos en la grandilocuencia de comportamientos cotidianos que deberían ser norma interiorizada
Hay cosas de la cultura que parecen no tener importancia, pero en realidad son importantísimas porque nos van taladrando el cráneo como la gota serena. Las asumimos sin sentir y, después, resulta tarde para colocarnos en otro lugar. Sucede con la publicidad filantrópica y las campañas sobre activistas de la salud: las grandes empresas esgrimen argumentos humanistas para blanquear sus expolios y, además, a menudo tergiversan el significado de ciertas palabras para normalizar, por ejemplo, la medicina privada. Hoy me asombra especialmente la campaña Movimiento imparable y su lema sobre el orgullo reciclador. En estos anuncios el gesto de Rosa Parks al negarse a ceder un asiento en el autobús a un hombre blanco se coloca al mismo nivel que el de una persona que mete una lata en el contenedor amarillo. El vínculo conceptual entre las dos imágenes, su identificación metafórica, se basa en que los pequeños gestos transforman el mundo. Precioso. Sin embargo, la carga ideológica del proceso de reciclaje al que se somete a la figura de Rosa Parks nos da alguna pista sobre cómo nos vamos quedando sin argumentos para transformar la realidad.
En primer término, como ciudadana adulta me siento un poco insultada —“insultadita”— cuando, al ejecutar una acción cívica y responsable ―meter un envase donde corresponde—, se me jalea con las mismas palmitas con las que se celebra que una criatura haya hecho cacas por primera vez en el orinal. Qué grande eres, olé, olé. Viva. Mi niña ha hecho la o con un canuto. Es sensacional.
Más allá de que endulcemos la violencia, intrínseca a la educación como proceso de transformación y crecimiento, propongo que nos rebelemos cuando se nos infantiliza por sistema: en los programas de entretenimiento, en la publicidad institucional o privada, en los hospitales… Infantilización e individualismo van de la mano. Quizá sea maravilloso ser reyes y reinas de la casa durante un rato, pero crecer también se parece a asumir el republicanismo: empezar a sentir todo lo que nos resta excepcionalidad, desarrollar la empatía, hermanarnos con otras personas.
En segundo lugar, meter en el mismo saco el riesgo que asumió Rosa Parks y la acción de meter un bote en su agujero correspondiente —no existe el peligro de que de la boca del contenedor salga un monstruo que te muerda la mano o de que la vecindad te estigmatice por limpia—, quizá engrandezca el segundo gesto, pero desde luego minimiza el valor del primero. Visto lo visto, esto no resulta alarmante porque también metemos en el mismo saco el burger de la esquina y La Alhambra de Granada cuando reducimos nuestra experiencia —artística, gastrocólica, gimnástica, intelectual— a nuestro grado de satisfacción como clientela. ¡Tres estrellas! En tercer lugar, se nos olvida que Parks, cuando se negó a levantarse y fue encarcelada y condenada a pagar una multa, ya era miembro de la Asociación Nacional por el Progreso de las Personas de Color. Parks sabía lo que se jugaba a título personal, pero también sabía que la capacidad transformadora de su actitud no dependía solo de ella, sino que formaba parte de una reivindicación colectiva. No es que una tarde Parks se sintiera cansada y dijese basta ya. O quizá sí, y existen las caídas del caballo y las epifanías, la repentina iluminación, pero lo más habitual es que gestos difíciles partan de una conciencia previa.
La publicidad nos retrata: nos gusta empoderarnos en la grandilocuencia de comportamientos cotidianos que deberían ser norma interiorizada, y nos sentimos gente comprometida cuando nos adherimos a una protesta contra la caza del meloncillo en change.org que, por cierto, yo ya he firmado.
Babelia
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