Eurovisión y la “buena” música
Siempre hay hueco para los cascarrabias: algunos plantean una enmienda a la totalidad para el festival de la UER
Siguen los ecos del festival de Eurovisión y en las redes sociales también se cuelan reproches de los disidentes. Puedo entender parte de los argumentos de los que se rebelan, pero me incomoda que muchos lo hagan en términos maniqueos: la “mala música” contra la “buena música”.
Bien, yo sé cuál es la música que me interesa, pero tengo serias dudas respecto a que mis favoritos monopolicen los valores estéticos o morales. Esto hoy puede parecer el colmo del candor, pero creíamos en el compromiso de los máximos artistas con la santidad de sus creaciones. Creíamos hasta que, en los últimos años, asistimos a la impaciencia de muchos de nuestros héroes por vender sus catálogos de canciones y/o grabaciones. Perfectamente legítimo, cierto, pero esa avaricia repentina va en contra de su batalla eterna por controlar su arte, lucha que aplaudíamos a distancia. Me pregunto cuál es la gran diferencia entre depender de una malvada discográfica o someterse a un misterioso fondo de inversión como Blackstone.
Tampoco es que nuestros ídolos tengan el monopolio de la integridad profesional. Pensábamos que les diferenciaba su rechazo a la cultura del playback, pero empezamos a sentir dudas cuando, por ejemplo, se descubrió que Don Henley usa pregrabados en sus intervenciones vocales en los últimos conciertos de los Eagles (y mejor no pensar en las impecables partes instrumentales del directo de tantos artistas clásicos).
Podría argumentarse que tales trucos son válidos dado que estos grupos, cuya legitimidad reside en que cuentan con uno o más miembros de la formación histórica, compiten con sus imitadores, específicamente con las (mal) llamadas “bandas tributo”. Ocurre que, a veces, los clones resultan más convincentes que los originales. Dan el pego entre un público ingenuo que se ha tragado los biopics de Queen o los Doors como verdad revelada.
Y no: vivimos en nuestro particular show de Truman, delimitado por grandes empresas del entretenimiento y la comunicación. El pretérito musical ha sido codificado por emisoras de oldies que programan una ínfima porción de la producción de la época o el género que dicen cubrir. En realidad, ni siquiera se necesita sintonizar esas radios o pinchar en playlists similares: las astillas del pasado sonoro nos saltan en las canciones que ambientan películas, series, anuncios, videojuegos, TikTok. Muchos documentales colaboran en las caricaturas, al estar secretamente teledirigidos por los artistas o sus herederos, con capacidad para racionar el uso de su cancionero.
La bonita paradoja: nos sumergen en un ayer simplificado a la vez que nos proponen supuestas visiones panorámicas. Pienso en la proliferación de lanzamientos discográficos deluxe. Cabe reconocer que suponen un anzuelo irresistible para los completistas, pero uno se pregunta si hay realmente una necesidad apremiante de tantas ediciones remasterizadas, cajas exhaustivas y vinilos de 180 gramos. Bueno, sí: la necesidad apremiante de hacer caja.
Un inciso: si quieren saber lo que hay detrás de muchas de esas operaciones, sugiero sumergirse en el libro Royalties de ultratumba (Liburuak), de Eamonn Forde. Fliparán.
Por lo demás, sin novedad en el frente: Eurovisión es un espectáculo televisivo donde triunfan la tecnología, el chovinismo, las horteradas con pretensiones. No esperen densidad emocional o musical. Y un consejo final: eviten esas experiencias si tienden a la más mínima misantropía. El resultado deprime.
Babelia
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