Andrea Casarrubios, de un pequeño pueblo de Ávila a competir contra Dudamel en los Grammy
Con su pieza ‘SEVEN’, la violonchelista se convirtió en la primera compositora española de música clásica nominada a este galardón
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A veces la metáfora se hace carne. Cuando Andrea Casarrubios abre el estuche de su violonchelo, de su interior salen un par de pétalos rosados, como si ese artefacto de madera de unos 12 kilos y con forma de ocho obrara milagros. “Es que me gustan las buganvillas”, se excusa, encogiéndose de hombros: “Se habrá secado alguna flor de las que a veces dejo dentro”. Casarrubios se ha convertido, con 37 años, en la primera española nominada a un Grammy en el apartado de música clásica. No ganó: el pasado día 3, el nombre que se oyó en el Crypto.com Arena de Los Ángeles fue el de Gustavo Dudamel, pero a ella le dio igual. “Suena a tópico, pero estar nominada ya fue todo un logro. Seguiré trabajando, igual que si hubiera ganado”.
“La música es una experiencia que te permite sentir cosas, tener otro tipo de perspectiva y conocimiento”, explica delante de una taza de café en Madrid, donde acaba de mudarse desde Nueva York, al menos por una temporada, para poder bajar el ritmo, estar cerca de su familia y poder dedicarse a componer lejos del incesante ciclo de conciertos por todo el mundo en el que vive. “Lo más importante de mis composiciones es que tengan propósito. Y, si hablamos de cada parte de la obra, de cada nota, que tenga propósito dentro de la composición en general. Si no, sobra”.
Está contenta de poder asentarse en la capital española. “Cuando llevas una vida como la mía, eres de todos los sitios y de ninguno en particular”, lamenta. “Cuando interpreto, asumo que viajo… pero cuando compongo quiero estar aquí, cerca de mi familia”. Esa familia está en un pequeño pueblo de Ávila, San Esteban del Valle, donde Casarrubios nació hace 37 años. Sus padres no eran músicos, pero sí escuchaban música. Cantaban en un coro y, confiesa, siempre la han apoyado. “Ya de pequeña jugaba con los instrumentos, hacía pequeñas composiciones”, cuenta. Estudió en España hasta los 18, pero luego su periplo la llevó Estados Unidos: la universidad (piano y violonchelo) en la Johns Hopkins, en Baltimore; el máster, en Los Ángeles; y el doctorado, en Nueva York.
Casarrubios tiene la espinita clavada de aquellos primeros años. Estar lejos, en un momento en que el acceso a internet no era el que es ahora, con un idioma distinto… “Ahora estoy en proceso de aceptar esa dualidad desubicada”, confiesa, aunque ese desarraigo a veces es productivo para el arte: “En los aviones, completamente aislada, se me ocurren ideas. Puede ser una emoción, pueden ser tres palabras… algo que sirve de semilla y que luego desarrollo”. De aviones sabe un poco: en abril irá a Estados Unidos (primero, costa Oeste, luego, costa Este) para presentar su propio concierto de chelo y orquesta. Luego vuelta a España para interpretar en Talavera de la Reina, luego tocará ir a México…
Cuando el calendario le dé una oportunidad volverá a San Esteban, claro. “Es un valle mágico, muy rural. El ámbito profesional es estresante: egos, competitividad… pero la naturaleza te pone en tu sitio, te hace ver lo insignificantes que somos”. ¿Egos? ¿Es cierto ese lugar común que tiene la gente de a pie sobre la música clásica como un espacio de competición extrema y soberbias indomables? “Hay personas con mucho ego, pero como en cualquier ámbito”, contesta Casarrubios. “Pero, en general, la gente realmente extraordinaria doma su ego. Cuanto más sabes lo que cuestan las cosas, más humilde eres”, cuenta antes de coger el violonchelo para la sesión fotográfica.
Esa otra mitad suya que sostiene con cuidado está hecha de madera, tiene cuatro años más que ella y es francés. “Lo construyeron en 1984″, dice, señalando al instrumento. Mira a su chelo y recuerda los sacrificios que han hecho sus padres para que ella haya llegado donde está: “Este instrumento salió de uno de los créditos que tuvieron que pedir”. Ha tocado con piezas legendarias, como algún stradivarius, pero nada como su propio instrumento, con el que ya desde pequeña empezó a ganar concursos cuyo importe destinaba a su propia formación. “La nuestra es una amistad a largo plazo”, bromea.
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Con ese amigo de madera llegó lo que la puso en los titulares de la prensa internacional: la nominación a los Grammy. ¿Cómo vivió aquello? “Es algo absolutamente bombástico”, cuenta entre risas. “Un show. Puedes estar más o menos de acuerdo con esa música, pero puedes sentir el dinero que hay detrás, el nivel de la apuesta. La calidad de los acompañantes de cuerda, o el cuerpo de baile en cada actuación, es alucinante. Fue muy bonito celebrar a mis compañeros, ver que se reconoce el trabajo colectivo”. La obra nominada (en la categoría de mejor composición clásica), SEVEN, es una pieza de 10 minutos que surgió durante la pandemia, como homenaje a las víctimas. La nominación, asegura, fue un elogio, pero no le ha cambiado. “La nominación al Grammy no cambia para nada la relación que tengo con mi música, ni con lo que hago, con el trabajo que he venido haciendo a lo largo de los años”, explica. “Pero está claro que ha sido lo más conocido a nivel mundial. Sonará a tópico, pero no me ha importado no ganar, estoy agradecida por el reconocimiento de mi trabajo, y es un reflejo de que a la gente le ha llegado la pieza”. Autora de otra treintena de composiciones, celebra, además, que a través de esa nominación la gente pueda llegar al resto de su catálogo.
La música actual, donde la fama muchas veces llega de la noche a la mañana y donde muchos de los intérpretes más famosos tienen más instinto que conocimientos técnicos, tiene poco que ver con el ámbito de la clásica, con las décadas de esfuerzo sobrehumano necesarias para pulir el talento. “Está claro que un espectáculo enorme e impresionante de ver en la tele”, ríe. “Pero al día siguiente yo volví a trabajar. A seguir aprendiendo”. Creadora de otras importantes obras como Caminante, Speechless o Herencia (el disco que contiene Herencia saldrá en verano, aunque no le ha encontrado nombre aún), no le cierra la puerta a componer para cine “siempre que sea una película profunda”.
¿Ha sentido rechazo dentro del negocio musical por ser mujer? “Como intérprete, no tanto, porque sí había más referentes: gente como Jacqueline du Pré o mi maestra aquí en España, María Macedo, han abierto camino. Pero como compositora… si tú miras el catálogo de los grandes compositores, son eso, ‘los’. Desde hace unos años, eso sí, se está haciendo una labor importante para descubrir compositoras”. ¿Descubrir o recuperar? “No, no, descubrir. Porque estaban literalmente cubiertas”. Cuando Casarrubios comenzó a tocar sus piezas, hace 12 años, a los 26, no decía que eran suyas, por pudor. Pero a la gente le gustaban. “Muchos preguntaban por esas composiciones, y al final les decía que eran mías. Empezaron a llegar encargos para componer... y hasta ahora”. Y del pasado al futuro: ¿cómo se ve dentro de unos años? “Quiero estar sana y ser feliz. Lo demás, lo voy trabajando cada día”, dice, con una sonrisa un poco maliciosa, consciente de que del estuche del violonchelo francés puede salir perfectamente cualquier premio.
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