Agua de borrajas
En Confesiones de un artista de mierda (Valdemar), Philip K. Dick empieza diciendo: "¡Estoy hecho de agua! Jamás se darán cuenta de ello porque la tengo contenida. También mis amigos están hechos de agua. Todos. Para nosotros, el problema no solo radica en que debemos andar sin ser absorbidos por la tierra, sino que debemos ganarnos la vida". Añade: "En realidad, hay un problema aún mayor. No nos sentimos cómodos en ninguna parte". Y se pregunta: "¿Por qué?".
El orondo capitán Grason conocía el remedio y la respuesta. En vez de estar hecho de agua, estaba repleto de cerveza y, para no sentirse incómodo en parte alguna, no se movía del bar de la rubicunda Doris, que, a su vez, permanecía plácidamente sentada en sus rodillas, salvo cuando iba y volvía, del mostrador a la mesa, llevando la jarra vacía y trayéndola llena. Lo de ganarse la vida no era algo que preocupara a un hombre como Grason, que, a imagen y semejanza de las monjitas cistercienses del convento zaragozano, había ahorrado euros a puñados.
En billetes de 500 y en bolsas de basura, Doris los guardaba religiosamente, nunca mejor dicho, entre bidones de petróleo y garrafas de vino, en un altar desguazado y arrumbado al fondo de la bodega. De cómo el padre del capitán Grason había acumulado una despampanante fortuna hablaremos en otra ocasión. El agua, y no precisamente bendita, había sido el elemento clave y el fútbol una deriva inesperada.
En lo que a la rubicunda Doris respecta, digamos que era una buena chica. Todavía se conmovía viendo chuparse el dedo gordo a Cristiano Ronaldo o alzar los índices al cielo a Messi cada vez que lograban marcar un gol. Pero, aquella mañana de aquel día, algo la había sumido en un estado de desasosegante perplejidad. En la portada del diario deportivo As acababa de leer con estupor que Özil tenía dos ojos por delante y otros dos por detrás. No le cuadraban las cuentas. Era como lo de buscarle tres pies al gato cuando los gatos tienen cuatro.
Dos ojos atrás serían tres, se dijo suspicaz, y sumarían cinco en total. No se quedó tranquila hasta que, en las páginas interiores del diario, averiguó que los ojos traseros de Özil estaban situados a la altura de la nuca y no en el lugar donde ella los había emplazado. Así era Doris. Concienzudamente tonta.
Por lo demás, fuera de la taberna, el mundo iba a peor. Gadafi masacraba a su pueblo y un tsunami, arrasando miles de vidas y haciéndonos revivir el pánico nuclear, había desplazado el eje de la Tierra. Mientras tanto, nosotros protestábamos por tener que conducir a 110 por hora y cierto entrenador de fútbol se quejaba lastimero de que el calendario del campeonato no favorecía a su equipo. Asuntos estos que nos hacían parecer, por momentos, más concienzudamente tontos que la mismísima rubicunda Doris.
Para colmo, siguiendo la corriente a su malediciente entrenador, el muy complaciente presidente promulgaba un novedoso concepto de lo que, desde tiempos inmemoriales, veníamos llamando "señorío". Con el subterfugio de que consideraba lícito defender los intereses del Club, asumía que escatimar méritos al adversario insinuando fantasmales complots era un aceptable comportamiento que no conllevaba, según él, merma alguna de su proverbial caballerosidad.
Por fortuna, y aunque a veces lo olvidemos, el fútbol sigue siendo solo un juego cuyo escenario preferente es el tapete verde en el que un caprichoso balón tiene la última palabra. O la penúltima, ya que hay árbitros que, aportando a la competición emociones suplementarias, se erigen de repente en el más delirante ejemplo de la arbitrariedad arbitral. En el último Sevilla-Barça, Pérez Lasa pitó de todo y casi todo lo pitó mal. Pero eso, al fin y al cabo, forma parte del espectáculo. Nuestra estulticia, no. De vez en cuando, debiéramos recordar que, al decir de Philip K. Dick, estamos hechos de agua y tenemos que andar con cuidado para que la tierra no nos absorba o el agua no nos arrastre y nos desvíe el eje de rotación.
Y acabemos viendo con el ojo de atrás lo que tenemos delante.
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