Es duro ser inglés
Es duro ser inglés. Es duro si uno pertenece a aquel amplio sector de la ciudadanía cuya autoestima se vincula, en mayor o menor medida, a los azares de los deportistas que representan a la nación. Especialmente, si se trata de fútbol, pero también, en estas fechas en las que arranca el torneo de Wimbledon, de tenis. Es duro porque a la gente se le cruzan permanentemente los cables de la esperanza y la razón, el optimismo y la experiencia, la fe y el escepticismo congénito inglés.
Veamos el caso de la Eurocopa, en la que hoy Inglaterra se mide a Italia. Los ingleses comenzaron el torneo en un estado de inusitada paz. Su selección no iba a hacer nada. Como mucho, el nuevo entrenador, Roy Hodgson, aprendería algunas útiles lecciones con vistas al Mundial de Brasil. Pero resulta que Inglaterra ha llegado a los cuartos de final, primera de grupo por encima de Francia. Y, de repente, en el espacio de dos semanas, los ingleses han vuelto a sucumbir a su habitual y contradictorio caos emocional.
“¡Vamos a ganar a Italia!”. “¡No! Mira el partido que hicieron Pirlo y compañía contra España. No soñemos”. “Pero ¿y si les ganamos? Después, solo dos partidos más. Puede pasar cualquier cosa en el fútbol, como vimos con el Chelsea en la Champions”. “Ya, ya. ¿Pero has visto, siendo honestos, lo mal que hemos jugado? ¿Ya te has olvidado del favor arbitral que necesitamos para ganar a un equipo pequeño como Ucrania?”. “Sí, pero ¿qué pasa si la suerte sigue de nuestro lado, si Rooney se inspira, si la defensa se mantiene sólida…? No lo descartemos. Podemos ser campeones de Europa. Cosas más raras se han visto en el mundo del fútbol”. “¡No! ¡Locuras! Pero, bueno…, sí, vale… ¿Quién sabe?”.
En debates de este tipo, internos o con los colegas en el pub, se recrean, o sufren, los ingleses este fin de semana
En debates de este tipo, internos o con los colegas en el pub, se recrean, o sufren, los ingleses este fin de semana. Muy parecidas son las conversaciones que rodean el tenis y que, en vísperas de Wimbledon, se centran en la figura de Andy Murray.
Sí, sí, es verdad que Murray es escocés, que habla la lengua de Su Majestad con el acento bien marcado (“r’s” más españolas que inglesas) de los que nacieron al norte del muro de Adriano. Pero los ingleses lo ven como uno de los suyos. Un triunfo de Murray en Wimbledon sería un triunfo para todos los británicos, del mismo modo que cuando gana un norirlandés en el golf se celebra casi tanto en Birmingham como en Belfast. No es oportunismo (como tampoco lo es que se celebre en Sevilla un triunfo del mallorquín Rafa Nadal). Es algo que ni se piensa, que sale con total naturalidad.
Por tanto, Murray sigue siendo, año tras año, a finales de junio, la gran esperanza blanca de Inglaterra como del resto de las islas. No hay motivos racionales para creer que Murray vaya a ganar Wimbledon. Esto lo sabe todo el mundo. Ha tenido un año más bien pobre y, aunque ocupa el cuarto lugar en el ranking mundial, existe una verdad empírica: no está a la altura de los tres grandes, Djokovic, Federer y Nadal. Ni a nivel mental ni de talento nato.
Pero ninguno de estos argumentos va a impedir que un sector importante de la población inglesa se convenza hoy de que, como reza el famoso anuncio, impossible is nothing (debería ser, en inglés correcto, nothing is impossible, pero Adidas es una empresa alemana y, como hoy los alemanes mandan, ¿quiénes somos los demás para pedir explicaciones?). “Murray puede ganar”, dirán algunos. “¡Estás loco!”, dirán otros. Pero muchísimos ingleses albergarán en algún lugar de sus corazones la noción, incluso los que más la disimulen, de que el mejor tenista que han tenido desde tiempos de Fred Perry (años treinta) logre el milagro de ganar el bello y venerable torneo que Inglaterra ha regalado al mundo.
Lo mismo con Inglaterra en la Eurocopa. Antes de empezar el torneo los ingleses no se atrevieron a soñar y ahora dan rienda suelta. Menos mal que la esperanza nunca muere porque, si no, el deporte moriría.
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