El triunfo de la voluntad y la fuerza
Cancellara consigue su tercera París-Roubaix una semana después del Tour de Flandes
La modernidad de la París-Roubaix, su atractivo insuperable, reside en su aire antiguo, en su anacronismo que ahora se llama vintage, y quizás por ello sea justo que el hombre del siglo XXI que mejor encarna esa paradoja en su cabeza, en sus venas, en su sistema nervioso, en sus músculos de acero y su corazón enorme (la planificación hipertecnológica y el espíritu guerrero, como los califica Philippe Brunel en L'Équipe), sea el ciclista que mejor sepa interpretar la centenaria carrera que premia con un pedazo de adoquín de granito gris bretón (14 centímetros cuadrados de superficie, 20 centímetros de profundidad) a su ganador. Se trata de Fabian Cancellara, claro, del suizo que este domingo inscribió su nombre junto a los de los venerables Lapize, Rebry, Van Looy, Merckx, Moser y Museeuw como triple dominador del infierno del Norte (muy cerca de los que se creía inalcanzables cuádruples ganadores, De Vlaeminck y Boonen). Lo hizo, como en 2010, una semana después de haber ganado el Tour de Flandes, un doblete solo al alcance de los más grandes.
Levantó los brazos Cancellara por tercera vez bajo el modernista voladizo de la tribuna del vetusto velódromo de Roubaix, pero por primera vez no estaba él solo en la foto, lo que da más valor aún a su victoria. Llevando la contraria a su costumbre (pero no a su voluntad, a su rabia, a su necesidad de campeón) Cancellara ganó al sprint a su compañero de escapada, el valeroso Sepp Vanmarcke, el último resistente de un pelotón que convirtió la carrera en un todos contra Cancellara. Dos veces había llegado acompañado al velódromo el suizo, de 32 años (nacido un 18 de marzo, como Miguel Poblet) para jugarse la victoria en el último golpe de riñones, y ninguna de las dos veces había ganado, como también había sucumbido siempre en los sprints finales de San Remo (2012 y 2013) o Flandes (2011).
“Ha sido la batalla más dura de mi carrera, un combate, y unas cuantas veces he pensado que estaba todo perdido, pero me he dicho, 'en Roubaix la guerra nunca está perdida”, dijo el suizo apodado Espartaco
“Ha sido la batalla más dura de mi carrera, un combate, y unas cuantas veces he pensado que estaba todo perdido, pero me he dicho, 'en Roubaix la guerra nunca está perdida”, dijo el suizo apodado Espartaco, quien se pasó toda la carrera persiguiendo, a contrapié, llegando desde atrás y observando como uno tras otros sus rivales —Vandenbergh, el más fuerte, Stybar, Ledagnous, Chavanel, Terpstra, Flecha, Phinney...— o sucumbían faltos de fuerzas o se caían. “No sé cómo he podido hacerlo”.
En el bosque de Arenberg, frío y soleado, el tramo de pavés más icónico de los 27, le hizo sufrir con una aceleración de escaparate el gigante Taylor Phinney; en Mons-en-Pévèle (el monte del pavés), el tramo más estratégico fueron Flecha y Vandenbergh los que le descolocaron. Salió en un tercer grupo del territorio de Pévèle, pero fue capaz él solo, contrarrelojista puro con el checo Stybar a su rueda, de alcanzar a los primeros, Vandenbergh y Vanmarcke, antes del decisivo tramo del Cruce del Árbol. Dos incidentes acabaron allí con Stybar y Vandenbergh, pero fue incapaz de soltar a Vanmarcke, quien se agarró a él como a un salvavidas. Se resignó entonces a un final de velocista, él, que es potente y capaz de alcanzar velocidades medias imposibles para otros mortales (y por eso se decía admirativamente que tenía un motor en la bici, por eso sus cabalgadas solo), pero no es rápido, explosivo. Fue hábil, el instinto del campeón, forzó al rival a lanzar el sprint, y él, su voluntad, su fuerza, su último suspiro, remontó como nunca antes.
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