El gol más silencioso del mundo
El Maracanazo de Gigghia en 1950 enmudeció Brasil y convirtió la fiesta en un duelo sepulcral. Algunos de los espectadores de aquel partido recuerdan las sensaciones que vivieron
Sesenta y cuatro años después del partido más célebre de la historia del fútbol, del gol que “trascendió su simple condición de hecho deportivo para alcanzar las dimensiones de drama y mitología” (como escribió el periodista Paulo Perdigão en su libro Anatomía de una derrota), solo queda en pie uno de los 22 jugadores protagonistas: es precisamente Alcides Ghiggia, el delantero uruguayo que marcó el 1-2 en el minuto 79 y calló 200.000 bocas en el Maracaná y a millones de brasileños que escuchaban la radio en casa.
La mayor parte de los espectadores que acudieron al viejo Maracaná el 16 de julio de 1950 han fallecido. Entre los que sobreviven, al menos aquellos que este periódico ha tenido la suerte de encontrar, sorprenden fundamentalmente dos cosas: su capacidad (intacta) de recitar de corrido ambas alineaciones y, sobre todo, su coincidencia al describir el ambiente eufórico que rodeó los prolegómenos de aquel partido, en el que a Brasil le bastaba empatar para alzarse campeón (el sistema era diferente al de hoy: por única vez, el tramo final del Mundial fue una liguilla de cuatro equipos, todos contra todos). Era la primera Copa del Mundo organizada después de la Segunda Guerra Mundial. Los cuatro países que llegaron a las semifinales no habían participado en la contienda: Brasil, Uruguay, Suecia y España.
La selección uruguaya arribó a Brasil en plena metamorfosis, tras solucionar una profunda crisis deportiva coronada por una huelga de futbolistas que mereció la intervención directa del presidente, Luis Batlle. Brasil vivía, en cambio, una auténtica explosión futbolera auspiciada por un régimen que había tomado buena nota de la utilización del deporte en los movimientos fascistas. “La alegría era excesiva”, recuerda con cierta ternura Octávio Netto Formosinho, médico y escritor nacido hace 95 años en Salvador de Bahía, que asistió en directo al duelo con su hermano Antonio y describe con nitidez el clima de euforia que reinaba en los días previos a la final: “La goleada sobre España en la semifinal produjo una cuasi certeza de que el título era nuestro”. Delio Urpia de Seixas, economista jubilado de 85 años y ancestros aragoneses, afirma también desde su casa de Río de Janeiro que “había la certidumbre de que Brasil ganaría”. Recuerda que la noche anterior al partido ya hubo fiestas y celebraciones (y hasta regalos a los jugadores). “El partido era a las cinco de la tarde, pero la gente empezó a ir a las diez de la mañana para conseguir un buen sitio. Abajo no había espacio para sentarse. Estábamos todos de pie, unos al lado de los otros. […] Todo estaba preparado. Uruguay a la defensiva, pero con contraataques muy rápidos. Ellos necesitaban ganar. Brasil estaba cómodo, satisfecho”, rememora.
El escritor carioca Ivan Sant’Anna (1940) tenía 10 años en aquel mes de julio y vio con toda su familia (padres, hermanos, abuelos) cinco de los seis partidos que Brasil disputó en el Mundial. “Qué cosas tiene la memoria, me acuerdo del número de la matrícula del coche en el que íbamos, 5060”, dice durante una inagotable conversación telefónica. Sant’Anna es otro de aquellos aficionados veteranos que no ha pisado el nuevo Maracaná: “Veo cinco o seis partidos por semana, pero en la tele. Lo prefiero”. Su padre había comprado en 1948 unas cuantas “localidades perpetuas”, los asientos vitalicios con las que se financió parte de la apresurada construcción del estadio más grande del mundo (que duró solo dos años, en una suerte de reto nacional estimulado por el Gobierno). “Lo que más recuerdo es cuando Brasil entró al campo: lanzaron tantos fuegos artificiales… Había demasiado humo, hubo de atrasarse 10 minutos el partido”.
Aquella mañana del 16 de julio, junto a las portadas felices de los diarios, las playas de Río de Janeiro registraban un nuevo saludo: “Hola, campeón”
El Maracanazo es considerado el partido con más espectadores de la historia del fútbol (199.854). Sant’Anna discrepa: “El penúltimo partido, contra España, estaba más apretado todavía. Era insoportable”. El editor y escritor afincado en Barra de Tijuca recuerda con nostalgia “cómo en aquella época las torcidas improvisaban tonadas para cada partido… El encuentro contra España fue espectacular; el estadio entero cantaba Touradas em Madrid, un pasodoble que el compositor Braginha había compuesto para el carnaval de 1938”. Luego la tararea: “Parará chim-pum, parará chim-pum”. “Había portones reventados, era una fiesta enorme”. Delio, por su parte, cuenta una vivencia personal representativa de la multitud reunida: acudió al encuentro con un cálculo en su riñón derecho y fuertes dolores, pero recuerda vivamente haber pensado: “Si acudo al baño, me quedo sin sitio después”.
Hace unas semanas la productora Coralcine estrenó en Montevideo (con la presencia de Alcides Ghiggia) el documental Maracaná, que en palabras de su productor ejecutivo, Germán Ormaechea, muestra “un punto de inflexión de dos pueblos que marcó un aprendizaje y un momento de historia hacia el futuro y presente". El filme, de próximo estreno en Brasil, incluye valioso material de la época jamás visto hasta ahora y aborda, entre otros factores, el triunfalismo patriota de la sociedad brasileña durante esos días. “Brasil no estaba preocupado por ganar”, coincide Sant’Anna. “La pregunta era: ¿Por cuánto vamos a ganar? ¿Qué fiesta organizamos?”. También ya entonces era palpable la fractura entre paulistas y cariocas, entre São Paulo y Río de Janeiro, como centros de poder y capitales futbolísticas ya en aquella época.
Aquella mañana del 16 de julio, junto a las portadas felices de los diarios, las playas de Río de Janeiro registraban un nuevo saludo: “Hola, campeón”. En la víspera, el entrenador había trasladado a los jugadores a la sede de concentración de Vasco da Gama, en São Januario, donde para sorpresa de estos no paraban de entrar políticos que les prometían cargos, coches, prebendas... Ante semejante nivel de euforia, algunos dirigentes y periodistas uruguayos regresaron a Montevideo antes del partido. “Ahí fue cuando nos calentamos todos”, explica un jugador charrúa en el documental. Ya en el campo, antes de los himnos, delante de 200.000 personas, los 11 futbolistas locales escucharon las siguientes palabras del alcalde de Río: “Yo os saludo ya como vencedores. Les prometí un estadio y aquí lo tienen. Cumplan ahora con su deber y ganen el campeonato”.
El desarrollo del partido es conocido: tras un primer tiempo sin grandes sobresaltos, el delantero brasileño Friaça hizo el 1-0 en el minuto 2 del segundo tiempo y desató la locura colectiva. “El delirio fue total”, recuerda Octávio. “Se desató una enorme vibración, todo el mundo se abrazaba y se besaba… Era un gol casi decisivo”, rememora Delio. El tenaz capitán y líder incontestable de los uruguayos, Obdulio Varela, reconocería años después que protestó airadamente al árbitro un presunto fuera de juego para tratar de parar el partido un par de minutos: “Yo le tiraba la pelota otra vez a esos tigres y nos comían”. “La facilidad nos jugó en contra”, dice ahora Sant’Anna. “Ese exceso de confianza, esa certeza de ser campeón… Había incluso una preocupación por no hacer faltas, no jugar violento. Bastaba con que Bigode [lateral izquierdo de Brasil] hubiese hecho una falta a Ghiggia para que la historia hubiese sido otra”, dice en referencia a la jugada del posterior y definitivo 1-2, precedido por una carrera por la banda derecha. Pero antes, en medio del ambiente festivo y la complacencia brasileña, llegó el 1-1 del ya mencionado Schiaffino, que Delio recuerda como un gol “muy sutil”. “Mi padre me decía que no pasaba nada, pero yo, que tenía ya 25 años, pensaba: ‘Esto no me gusta”. El seleccionador Costa afirmaría décadas después: “El silencio tras el 1-1 aterrorizó a nuestros jugadores”.
Pasaron unos minutos, apenas 13, para que el peso de la historia cayera sobre el desdichado Moacir Barbosa, portero titular del Vasco da Gama y la selección brasileña. “Me acuerdo como si fuera hoy…”, narra Delio. “El partido seguía. Y ya sabíamos que Ghiggia era muy rápido. Entonces tomó la pelota, sobrepasó a Bigode y enfiló por la banda… Barbosa, y todo el mundo, esperaba un centro al área, como en el primer gol, pero de repente chutó fuerte, al lado del portero, junto al poste. Entonces, 200.000 personas produjeron un silencio atronador…”. “Nunca en toda mi vida he podido olvidar un silencio tan perturbador. La primera reacción fue de enorme perplejidad. Una sorpresa indescriptible”, rememora Octávio a sus 95 años: “Los torcedores brasileños quedaron paralizados, en silencio absoluto”. Les habían faltado solo 11 minutos para la gloria.
“Con el 1-2 se vaciaron”, prosigue el relato Sant’Anna. “Eso lo recuerdo bien”. “Faltaban 11 minutos para el final. Había esperanza de empatar”, opina Delio. “La presión era enorme; Brasil atacaba, pero Uruguay se defendía valientemente”. El ansiado empate nunca llegó. “No hubo violencia contra los uruguayos, existía un auténtico estado de shock. De hecho, los jugadores uruguayos consolaban a los brasileños… Imagínese, Brasil tenía la certeza lógica de que iba a ganar, quería golear… Y perdió. No hubo violencia ni dudas arbitrales ni nada. Simplemente perdió…”. Delio recuerda al Maracaná “convertido en un cementerio, la gente llorando, los jugadores también”. “Parecía un sueño, no era real. Una pesadilla... Mi padre, otro amigo y yo salimos a tomar una cerveza para amenizar la amargura de la derrota. Parecía imposible... Me había olvidado de los dolores en mi riñón; ¡el dolor de la derrota superó el dolor físico de tener una piedra en el riñón! (Y eso que tuve una cirugía, porque era muy grande, pero esa es otra historia, la mía)”.
Dicen las crónicas que aquella noche el capitán uruguayo, Obdulio Varela, se fue a celebrar el triunfo a los bares de Copacabana que no habían cerrado y volvió sobrecogido por la pena que veía a su alrededor
Octávio describe así la escena: “La perplejidad se transformó en una inmensa frustración. Esa es la palabra: frustración. No hubo desesperación, ni agresiones. Apenas un silencio imponente, seguido de mucho llanto y una tristeza profunda… ¡Una lástima!”. Sant’Anna, desde sus ojos de un niño de 10 años, recuerda que los aficionados uruguayos, “menos de un centenar”, celebraban la victoria en la tribuna de enfrente “como bestias en medio de 200.000 almas silenciosas”.
Dicen las crónicas que aquella noche el capitán uruguayo, Obdulio Varela, se fue a celebrar el triunfo a los bares de Copacabana que no habían cerrado y volvió sobrecogido por la pena que veía a su alrededor. En el documental Maracaná el escritor uruguayo Eduardo Galeano cuenta esta historia, escuchada de labios del propio Varela: “Vio tanta pena que se preguntaba: ‘¿Cómo he podido hacerle esto a gente tan buena?’. Pasó la noche bebiendo abrazado a los vencidos”. “Era increíble la tristeza”, apostilla Sant’Anna: “Fue una Copa muy traumática. Uruguay era menos equipo que Brasil, claramente. Hubo mucha improvisación. Los estadios estaban mal construidos, todo se hizo con prisa. El resultado fue una gran fiesta tornada en desgracia”.
Todos los consultados relatan que mucha gente no volvió a ver un partido en su vida después de esa decepción. “Ahora, todos han muerto o están muriendo”, apunta Sant’Anna. “Es muy traumático”. ¿Su padre también lloró? “No, mi padre no… Solo estaba decepcionado. Yo era un niño. No le vi llorar ni nada parecido. Los brasileños borramos ese día de nuestra memoria. Es un asunto que no discutimos… Las victorias en otros Mundiales nos hacen fingir que ese día nunca sucedió”. Han pasado 64 años y podría parecer un exceso seguir insistiendo en la derrota más analizada de la historia del deporte mundial, pero el 13 de julio Maracaná albergará la final del Mundial más esperado de los últimos tiempos, y Brasil, la nueva superpotencia sudamericana, a pesar de su profundo malestar popular contra el despilfarro en la construcción de los estadios y sus reclamos de más escuelas y mejores hospitales, por encima de su desigualdad y las fisuras que muestra descarnadamente al mundo en su época de mayor apogeo y exposición internacionales, tiene presente aquella derrota. Sigue siendo el país do futebol y sus jugadores tendrán el desafío monumental de revertir la carga mitológica de una palabra, Maracanazo, que pervive en periódicos, libros y películas como si no hubiesen pasado 64 años. Ya lo dijo el presidente hasta hace dos semanas de la Federación Brasileña de Fútbol, Jose María Marin: “Estamos todos en el purgatorio. Si ganamos, vamos al cielo; si perdemos, iremos al infierno…”.
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