¡Esto es un atraco!
Casi siempre conquistan la final los mismos equipos. Les quedó cierto gesto el día que se impusieron la primera vez
Tal vez el mejor momento de un torneo sean esos minutos azules que siguen a una semifinal. Tu equipo acaba de clasificarse vertiginosamente, tras una agonía plácida, y gritas “¡Estamos en la final!” mientras te abrazas a un montón de desconocidos que se preguntan “¿quién es este chiflado?”. Ojalá pudieses mecerte toda la vida en ese par de semanas que restan hasta el gran partido. En ese ínterin confortable, en el que siempre es primavera, sueñas con la victoria todas las noches. Se trata de una felicidad congelada, de calidad mediana, como la merluza, pero que te alienta. No se parece demasiado al júbilo de ganar la final, aunque sin duda la prefieres a la desolación grumosa que deja la derrota.
Las finales deberían ser algo que estuviese siempre a punto de suceder. A veces la belleza y la emoción del fútbol dependen de que el partido no se acabe nunca, incluso de que no empiece, y todo resulte aún posible. “Me encantan los veranos, nunca pierdes partidos”, decía Roy Evans cuando entrenaba al Liverpool. Ese filo de la eternidad, en el que imaginas las cosas hermosas que aún pueden suceder, es un lugar perfecto para quedarse a vivir y hacer rondos y trotar suavemente. Te olvidas hasta de que hay partido, como le ocurrió a Garrincha en la final del Mundial de Chile. Había regresado al vestuario, tras el calentamiento inicial, cuando se acercó a Aymoré Moreira, el seleccionador, y le consultó: “Disculpe, maestro, ¿hoy es la final?”. Moreira lo miró sujetando los nervios. “Sí… la jugamos contra Checoslovaquia”. “Ah… con razón hay tanta gente”, dijo Garrincha.
Esperar a que llegue el encuentro en el que se dirime un título es tan fascinante como jugarlo. Recuerdo que una semana antes de la final de la Champions de Lisboa, yo trataba de visualizarla. Córner a favor del Atlético, me decía, y gol de Godín. Quince minutos después marcaba el segundo Diego Costa, subido a un descapotable y con una chaqueta de Sonny Crocket. La ofensiva total del Madrid no daba frutos, y el árbitro, para ahuyentar fantasmas, pitaba el final en el minuto 83. Al fútbol también se juega especulando, cuando cierras los ojos, de vísperas.
No es difícil imaginar a las aficiones de Barça y Athletic urdiendo disquisiciones sobre la final. Las disquisiciones previas a un gran partido resultan inútiles, que son primordiales. La felicidad descansa en ese entretanto, que contribuye a llenar los vacíos de los días laborables, absurdos y planos. Fuera de ahí, ya sospechamos qué ocurrirá en el campo. Casi siempre conquistan la final los mismos equipos. Ganan por inercia. Les quedó cierto gesto el día que se impusieron la primera vez, y desde entonces la tradición les sonríe, como a Rojano Carrasco, aquel señor que durante muchos años cometió el error de atracar bancos. Ello le pasó factura, y cuando se jubiló, le quedó el gesto de atracador. Un día se dirigió a realizar gestiones a su entidad. La cajera le informó de que tenía que cobrarle una comisión, y él, disconforme, protestó y dijo que aquello era un atraco. Todos se tiraron al suelo y la cajera empezó a entregarle dinero. “Coño, ¿qué iba a hacer si me lo daban?”, admitiría Rojano, que metió los billetes por dentro de la camisa y se fue.
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