Jerusalén: un maratón especial en una ciudad extraordinaria
Por primera vez, un grupo de palestinos de Cisjordania participa en la carrera de la ciudad santa
Haim, el taxista del Mercedes, todas las mañanas se pregunta qué puede hacer por su patria, no qué puede hacer su patria por él, y, como él lo fue, como su mujer, sus cuatro hijos, dos chicas y dos chicos, son militares.
En la autopista de Tel Aviv a Jerusalén, señala el museo del tanque de Latrun, maldice a los árabes que lanzan granadas contra niños, mujeres y ancianos, y bendice a los árabes pacíficos que trabajan en Israel, que son buenos. Cuando al salir de una curva se vislumbran altas, aún lejanas, las luces de Jerusalén, Haim apaga la radio que desde el aeropuerto emitía música de películas felices, el Mancini de los ritmos sincopados de Hatari, de La Pantera Rosa, la voz de Frank Sinatra también. Se emociona y declama su alegría, la emoción que siente siempre que regresa a Jerusalén, siempre que respira el aire perfumado de la ciudad, de la que, repite, se puede salir, la ciudad que, proclama, nunca saldrá del corazón de quien la visita. Luego, quizás desconfiado de la lealtad de un cliente español que llega invitado, como 70 periodistas más de medio mundo, por el ministerio de Turismo israelí pero al que no le gusta Julio Iglesias, Haim se embarca en un alegato sobre Jerusalén de nuevo, pero ahora recalcando la seguridad con la que se vive en el sector occidental, la vida tranquila que se lleva, la normalidad. “Es tan normal que el presidente del país vive en una casa normal en un barrio normal”, dice, y se desvía de la ruta para enseñar al viajero Beit HaNass, la casa, en el barrio de Talbiya, del presidente Reuven Rivlin, un presidente normal en un barrio normal con vecinos que desde su balcón le pueden ver en su patio, no lejos de la casa del primer ministro, Benjamin Netanyahu. No muy lejos de su cancela y sus controles de seguridad, el viernes 18 pasaron corriendo las miles de personas que disputaban el maratón de Jerusalén, la carrera creada hace seis años para demostrar la normalidad de una ciudad que es como ninguna otra.
“Corriendo hace unos años el maratón de París, viendo lo que significaba para la ciudad, pensé que por qué no podía tener mi ciudad un maratón igual”, dice el alcalde de Jerusalén, Nir Barkat, vestido de maratoniano y con dorsal, pues saldrá a correr poco después. “Jerusalén es una gran ciudad, como Nueva York o París, y más bonita aún, más cargada de historia y significado, una ciudad abierta a la libertad que quiero compartir con todos los runners del mundo”.
El alcalde habla desde la terraza de Nôtre Dame, la casa del Papa en la ciudad santa, desde donde habla el alcalde con vistas a la cúpula dorada, el Monte del Templo donde Abraham quiso sacrificar a Isaac, al Santo Sepulcro, al Gólgota y su calavera, al muro de las Lamentaciones y a la mezquita de Al Aqsa, cercada, lugares santos, de peregrinación, para cristianos, judíos y musulmanes concentrados en pocos metros cuadrados, y detrás el monte de los Olivos y el jardín de Getsemaní, donde la vida y muerte de Jesús. A apenas una decena de kilómetros y detrás de un muro de hormigón, en Belén, ciudad de Cisjordania, organizaron un maratón el año pasado que corrieron palestinos y occidentales. Lo hicieron para demostrar la anormalidad de su situación, prisioneros de una barrera, encerrados, mientras los organizadores de la carrera jerosolimitana, denuncian desde allí, hacen pasar su recorrido por barrios de Jerusalén Este, la zona donde viven 300.000 palestinos, más de la tercera parte de la población de la ciudad, para hacer creer al mundo que es una ciudad única y unida .
El maratón es un grito que recorrió en forma de marea humana las colinas y los valles de la ciudad, el monte Escopo y el monte Sión, el valle de la Cruz, las calles arboladas y los parques. “Y Jerusalén no es solo una ciudad, una ciudad tranquila en la que los niños pueden salir solos por la noche, es también una ciudad santa”, dice Amir Halevi, director general de Turismo de Israel. “Hacemos lo posible para lograr la paz en la región, pero es muy complicado por ambos lados, y queremos crear colaboración con el turismo. Hay grupos que no quieren buenas relaciones, y esperemos que esto cambie. Israel es el país que apoya a los palestinos. Si algo le pasa a algún palestino tendrá los mejores médicos y servicios en los hospitales israelíes”.
Los palestinos de Jerusalén Este no son considerados ciudadanos y no se mezclan con los israelíes del Oeste, ni siquiera hablan el mismo idioma, pues en las escuelas de uno y otro lado solo se enseña o árabe o hebreo. “Jerusalén en cierta forma es como el Belfast de los años duros. Entre las dos partes no hay convivencia. Los israelíes no cruzan al este, y los palestinos van a trabajar al Oeste pero no se relacionan con nadie”, explica Israel Haas, un israelí soñador que ha convencido a un grupo de palestinos para que corra el maratón de Jerusalén. Con ellos, el sentido de la carrera, tan propagandístico de una normalidad inexistente, cambia. “Esta es la primera maratón en que han participado los ciudadanos de Jerusalén Este, aunque no son ciudadanos israelíes. Ellos hacen porque quieren que se les reconozca como parte de la ciudad, son residentes que viven en Jerusalén, porque quieren que el evento sirva de puente para unir dos mundos”.
En noviembre de 2014, cuando se levantó la tercera Intifada, la de los adolescentes, Haas puso en marcha un club de atletismo con jóvenes israelíes y palestinos para intentar que la convivencia ayudara a evitar el conflicto. “Participan en nuestro programa, que llamamos Runners sin fronteras, unos 90 jóvenes de zonas en conflicto, no solo de Jerusalén, aunque vemos que desde hace unos meses, los varones israelíes de entre 15 y 18 años son más reacios”, dice Haas. “Pero hay palestinos del campo de refugiados de Shuafat, en el este de Jerusalén, y de Haifa, y estamos creando un grupo en Tel Aviv-Jaffa”.
La carrera la ganaron habituales atletas kenianos, lo que no importó a nadie: el maratón es otra cosa, y más el de Jerusalén, una ciudad como ninguna otra. Poco después de que el último participante cruzara la meta, ante el muro los soldados y los devotos se concentran al atardecer para celebrar el comienzo del Sabbat. Los soldados, armados de fusiles, bailan felices en corro coreando canciones de nostalgia y patria mientras sus kipás oscilan inestables en sus cogotes recién pelados. Sobre ellos, desierto, el puente de madera que conduce a la mezquita prohibida a los judíos, arriba, en el monte.
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