La llama de la envidia también brilla en Río
El campeón del maratón de Atenas, Stefano Baldini, y el excura que derribó a De Lima reclaman para sí la fama de la que disfruta el que encendió el pebetero
Los valores olímpicos no son como el desprecio, absolutos, sino tirando a relativos y muy subjetivos y hasta negativos, como demuestra la historia del portador de la llama Vanderlei de Lima, quien, a los ojos de Stefano Baldini, el atleta que le derrotó en el maratón de Atenas 2004, y de Neil Horan, el excura irlandés lunático que lo derribó en carrera con un placaje de rugby, no es más que un aprovechado de una fama que ambos le regalaron. La historia podría contarse no como una parábola del olimpismo, la razón que decidió a Río a elegirlo como último antorchado, sino como una alegoría de la envidia.
Faltaban apenas cinco kilómetros de los 42,195 del maratón olímpico de Atenas y Vanderlei de Lima, atleta brasileño, corría primero y destacado, más o menos medio minuto, por delante de Baldini y del norteamericano Meb Keflezighi. El histórico estadio Panathinaikos se acercaba en cada zancada, gigantesco en la distancia, pero antes otra imagen gigantesca y monstruosa se le adelantó y se lanzó contra él. Sin darse cuenta casi, De Lima se encontró en el suelo junto a una figura estrambótica que quería anunciar la proximidad del fin del mundo y del segundo advenimiento de Cristo vestida con un chaleco verde y una boina verde también, y reflejos naranjas de bandera irlandesa. De Lima tardó en correr lo que le llevó volverse a poner de pie, pero casi tan rápidamente le adelantaron Baldini y Keflezighi, que no habían visto el atropello y se disputaron la victoria en el estadio de mármol. Ganó el italiano.
A De Lima le recibieron en Brasil como a un héroe víctima de un destino injusto que le privó de una victoria segura, una personalidad con tanto carácter como para simbolizar la lucha tenaz del ser humano contra el imposible y el destino, que es la esencia, para muchos, del olimpismo. La emoción que sintió el país el viernes a medianoche cuando el viejo De Lima encendió la llama olímpica en Maracaná demostraba que la elección no estaba equivocada. Las razones, sí, según los otros protagonistas de la noche ateniense oscura.
Baldini escribió el domingo en La Gazzetta Sportiva, que le parecía muy bien los De Lima y que se emocionó viéndolo porque su reacción después de que le arrojaran al suelo, echándose a correr de nuevo en vez de quedarse en la acera sentado lamentándose, le pareció magnífica, pero que nadie entendiera que la ceremonia del caldero le serviría para devolverle la gloria robada. “Pero”, precisa el campeón olímpico italiano, “eso de que iba a ganar no es verdad. Le íbamos a coger seguro. Habría quedado tercero igual, por lo que, en el fondo, tendría que dar las gracias al loco, porque si no nadie se acordaría de él”.
La misma interpretación práctica de la vida y del olimpismo –lo que importa es el resultado y la fama y el brillo—transluce curiosamente del demonio de Atenas, de Horan, quien en un periódico australiano reclama para sí el éxito de De Lima. “El brasileño es una mala persona”, dijo. “Le he escrito varias veces en portugués pidiéndole perdón y diciéndole que quería visitarlo y conocer a su familia pero nunca me respondió. Y eso nos e hace. Me insulta a mí y a Cristo. Y no se da cuenta de que yo fui la providencia aquel día. Sin mí nadie sabría quén es De Lima. Sin mí, nunca habría encendido la llama…”
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