Theo y Llorente, gigantes en miniatura
El lateral y el mediocentro homenajean con su juego a una afición innconmensurabe
Pululaban por Madrid camisetas de antaño de Alavés. Pululaba el recuerdo de Astudillo, de Karmona, de Vucko, de Iván Alonso, de Desio. Pululaba la historia más gloriosa del Glorioso, incluso una pancarta del Alavés con la leyenda “Aurten Bai” (“Este año sí”, en euskera), como si cada año el Alavés sufriera una decepción por algún título que se le rebelase y esta vez fuera la definitiva. O sea, pululaba la euforia que precede a los momentos singulares porque quizás nunca se vuelvan a vivir, solo a recordar. Y en el recuerdo de la nueva generación de Alavés, la postDortmund, más allá de los valores ambientales y los méritos contraídos para llegar a un lugar que parecía tan lejano, quedará el gol de Theo, por su belleza, por su precisión, por su elegancia y por llegar en el momento justo en el que se encogía el corazón alavesista; y quedará la asombrosa capacidad de Marcos Llorente para robar balones con la misma facilidad que un pájaro picotea las cerezas.
Messi hizo lo que se espera de él, Neymar lo que se desea que haga y Alcácer lo que el Barça necesitaba que hiciera. Theo y Llorente hicieron lo que se sabe que saben hacer, pero fue tan elegante el gol del lateral francés y tan abrumadora la capacidad del madrileño para sustraer balones como si tuviera seis piernas, que permitieron que la afición no decayera —jamás lo hizo— y que llegara a creer en los milagros.
Theo encontró la mejor manera de cerrar su gran temporada, la que le ha llevado a fichar por el Real Madrid. No hizo un partido magnífico, pero sí un gol soberbio, al precio que están los goles en el fútbol. Más aún cuando Messi había roto las hostilidades y ya se sabe que los goles de Messi valen tanto por lo que adelantan a su equipo en el marcador como por la moral que minan al contrario. Y Theo llegó en el momento oportuno para curar aquella herida con la misma grandeza que el argentino. Fue el momento de gloria del Alavés, la recreación del sueño que parecía perdido. El Alavés defendía con muchos jugadores, pero mal, o mejor dicho, defendía poco. Pero le salvaban los tentáculos de Marcos Llorente, capaz de convertir en propio todo el juego ajeno. Cierto que estaba más lúcido a la hora de cobrarse el botín que a la hora de repartirlo entre sus compañeros, pero le daba al Alavés la tranquilidad de la seguridad. El golpe con Mascherano, al inicio del partido, no le nubló las ideas. Le vendó la cabeza y la protegió bajo aquella redecilla que le daba un tono más épico, más sufrido. El tercer gol, al filo del descanso, mató al Alavés, el típico gol inoportuno, cuando aún te estás preguntando qué estás haciendo mal para que el Barça te entre siempre por el centro jugando con tres centrales. Algo así como el gol mosquito, el picor más doloroso.
Y entonces, algunos seguidores se miraron el nombre de la camiseta. Que si Astudillo, que si Desio, que si Vucko, que si Karmona, y pensaron que en Dortmund ante el Liverpool también perdían 3-1 y se antojaba una pelea entre un elefante y un colibrí. Y ocurrió lo que ocurrió. Pero no, los tiempos han cambiado y aquel Liverpool no es este Barça. Y el sueño concluyó como parecía. Con una gran temporada y una afición que se merece una calle en Vitoria. O una plaza. O un bulevar. Si a un club lo define su afición, el Alavés no ha perdido dos finales. Ha ganado dos como un gigante en miniatura.
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