Manel Estiarte, la derrota de un ganador
“Fuimos víctimas de nuestra excitación”, evoca el líder de la selección española de waterpolo que perdió la final y llenó el podio de lágrimas
A Manel Estiarte se le hace la boca agua cuando se le pregunta por el último día de Barcelona-92. Abre los ojos como platos, mueve la cabeza, levanta el cuerpo y arma su brazo derecho como si todavía no hubiera salido de la piscina Bernat Picornell. Veinticinco años después, sentado en un sofá de una alegre casa de playa en Calella, a diez metros del mar de la Costa Brava, acompaña cada respuesta como si fuera una jugada de aquella final olímpica, erguido y expresivo, convertido de nuevo en el mejor atacante de waterpolo del mundo, el Maradona del Pallanuoto, el sobrenombre con el que era conocido en Italia. Hay momentos en que parece disputar aquel partido con la intención de cambiar el resultado, seguramente porque el equipo español no estaba preparado para la derrota con Italia. No hubo lágrimas más desgarradoras en un podio que las del cántabro Chava Gómez.
Asegura la leyenda que algún internacional no ha vuelto a ver la final y también se cuentan quienes la reviven de vez en cuando en homenajes como el organizado el pasado mes de junio en Barcelona. A Estiarte, ahora mismo más familiarizado con un balón de fútbol que con una pelota de waterpolo, empleado cualificado del Manchester City y miembro del cuerpo técnico de su amigo Pep Guardiola, no le agradan los partidos de veteranos ni las conmemoraciones, sino que prefiere contar los encuentros como si fueran en directo desde Montjuïc o en las Picornell. “No hay nada que celebrar porque perdimos” subraya Estiarte. El 63% de los encuestados había apostado por un triunfo de España. “Todo estaba preparado para ganar la medalla de oro”, insiste. “No había un equipo más favorito que el nuestro en los Juegos”.
La organización estaba tan convencida de su triunfo que programó la final de waterpolo para la jornada de clausura, juntamente con la maratón, señal de confianza en el equipo de Estiarte. “Jugamos los partidos previos en Montjuïc a la mejor hora, cuando cae el sol y se agradece estar en la piscina con la grada llena, un escenario de película, idílico comparado con el de la final que se jugó por la tarde en la Picornell. Nos sentíamos las estrellas en una época en que el deporte español solo trascendía individualmente; asumimos que éramos candidatos al triunfo después de ser subcampeones del mundo y de Europa. Íbamos de chulos, de guaperas, de creídos, porque nos sentíamos y nos hacían sentir los mejores. Nos gustábamos entre nosotros, enganchábamos con la gente, y los rivales nos odiaban”, remacha Estiarte. “Y, además, jugábamos en casa, en Barcelona”.
“Nos llamábamos los gatosos”, reitera, “una manera de reafirmar nuestra identidad y complicidad, igual que si fuéramos hermanos, y al tiempo una forma de resultar desagradables y repelentes para los adversarios; rabiaban contra nosotros”. Estiarte recuerda muy poca cosas de los Juegos, recluida como quedó la selección de waterpolo en la piscina, salvo que por una vez “no ocupábamos el córner de la villa olímpica, como era costumbre, sino que estábamos en el centro de la plaza, con vistas a la playa, figuras desde el inicio hasta el final de Barcelona-92”. Apenas dispusieron de una tarde libre para verse con la familia y a nadie se le ocurrió pedir autógrafo al Dream Team de EEUU porque habría sido reprendido por el seleccionador español, el croata Dragan Matutinovic, obsesionado con “la indisciplina, el amateurismo y la poca seriedad” que advertía en España.
La selección había dado un salto de calidad con Toni Esteller (1986-1990), un entrenador pionero, clarividente cuando incorporó a jugadores procedentes de la escuela de Madrid, la mayoría del Canoe. No fue una decisión aplaudida en un deporte muy catalán y, sin embargo, resultó decisiva porque del mestizaje salió un equipo único: Rollán, Toto García, Chava Gómez o Miki Oca mezclaron estupendamente con Estiarte, Ballart, Jordi Sans y Pedrerol y se integraron muy bien con Silvestre, Picó, Marco Antonio González, Ricardo Sánchez y Rubén Michavila.
“Teníamos talento y carácter, por una parte, y por la otra determinación e intuición”, subraya Estiarte. “Los catalanes éramos técnicos, tranquilos y correctos, demasiado educados, mientras que los compañeros de Madrid exhibían desparpajo, eran ajenos a la presión, próximos al gamberrismo; a los 18 años, ya se rompían la nariz contra los rusos y los húngaros, los mismos a los que nosotros aplaudíamos, y se jugaban la bola del partido sin pedir permiso”, ni si quiera al líder Estiarte. “Hubo un click después de la fusión. Nos juntamos de manera espectacular; nos comíamos el mundo, y más estando en Barcelona”.
A la unión del grupo ayudó de manera definitiva Matutinovic. Muy difícilmente hay un técnico más odiado por sus jugadores que el croata, contratado para ganar, sobre todo en 1992. Más que militarizados, los jugadores se sintieron prisioneros de un entrenador que prohibía las visitas al médico cuando mediaba una lesión. “No podíamos ni beber un vaso de agua después de cuatro horas de nadar como condenados. Entrenábamos todo el día”, explica Estiarte. Hay quien sostiene que sin Matutinovic habrían conseguido el título que después obtuvieron en Atlanta-96 con Joan Jané. “No sé”, matiza Estiarte. “Alcanzamos la plata con Dragan. Su mérito fue capitalizar o absorber el odio de todos nosotros y prepararnos como lobos. Nos convirtió en un equipo feroz. Sufríamos tanto en la preparación, estábamos tan traumatizados física y psicológicamente, exigidos en seco y en agua, que mordíamos cuando nos soltaban a la hora del partido”.
La táctica funcionó ante Italia en la fase previa y después frente a Hungría y contra Estados Unidos. Hasta que España se volvió a cruzar en la final con Italia. El equipo que entonces entrenaba Ratko Rudic “cortó” las manos y los pies del plantel de Matunitovic. Los españoles dejaron de ser un equipo muy bueno, rápido y alegre, para entregarse a un combate cuerpo a cuerpo de 46 minutos, con hasta tres prórrogas, para acabar con una derrota por 9-8. “El encuentro fue brutal por intenso y competido, por las alternativas después de ir a remolque, víctimas como fuimos de nuestra propia excitación y de la serenidad y frialdad de Italia”, rememora Estiarte. “La derrota nos hizo mucho daño, fue un momento muy duro, porque nunca pensamos en la posibilidad de perder. Nos dolía el corazón. Estábamos hundidos. Teníamos la sensación de haber fracasado en nuestra Barcelona”.
En Atlanta, en 1996, nos juramos que no volveríamos a pasar por lo de Barcelona. Si había que matar a alguien, lo matábamos. Y conseguimos por fin el oro
No había consuelo para un subcampeón olímpico después de ser ya subcampeón mundial y subcampeón de Europa. No funcionó el plan Matutinovic. Estiarte insiste en repasar el partido para cambiar el marcador: “Hubo un momento, con 8-7, en que teníamos ganada la final, y entonces el entrenador mandó presionar. Noté cómo los compañeros me miraban sorprendidos y yo no reaccioné sino que asumí la orden de Matutinovic. Italia nos empató y todavía hoy me pregunto si no me traicioné a mí mismo, por qué hice lo que no sentía y seguí al entrenador”. “En Atlanta, cuatro años después, nos juramos que no volveríamos a pasar por lo de Barcelona”, añade. “Si había que matar a alguien, lo matábamos. Y conseguimos por fin el oro en 1996”.
Aquella selección dominó el waterpolo en la década de los noventa, disputó el 90% de las finales y, naturalmente, fue también campeona del mundo, temida por sus rivales e idolatrada igualmente por la realeza del país y por el pueblo, protagonista después de documentales (Agua, infierno y cielo) y de libros (Todos mis hermanos, obra del propio Estiarte). Ha sido uno de los equipos más legendarios y queridos del deporte español por su calidad, por su aura y por su mística, por su sentido de equipo y por las muchas historias individuales que convirtieron a sus jugadores en héroes y al mismo tiempo en personas mundanas, alguna víctima de la droga, como fue el caso de Pedro “Toto” García Aguado, todos marcados por la muerte del mejor portero del mundo: Jesús Rollán.
Nadie simbolizaba mejor el carácter “canalla” de aquel equipo que el “bueno” de Rollán. Así lo entiende Estiarte, la personificación del éxito, el delantero que marcaba la diferencia después de las paradas el guardameta de Madrid, el jugador de Manresa que no para de repasar la final olímpica de 1992 porque está convencido de que un día la ganará tal y como estaba previsto en el programa de los Juegos de Barcelona.
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