Arde París, pero poco
El vestuario del PSG era un polvorín por aquello de que si no tiro yo el penalti me llevo la pelota, hasta que Neymar y Cavani escenificaron un ostentoso abrazo
Arde París, se nos decía hace pocos días desde medios de comunicación de contrastada solvencia. El París futbolístico, se entiende. Más concretamente, el PSG. Todo ocurrió por una falta y un penalti. Recordemos los hechos. Jugaba el equipo que dirige, o al menos lo intenta, Unai Emery contra el Lyon y señaló el árbitro una peligrosa falta al borde del área. Cavani cogió el balón pero su compañero Alves, de profesión futbolista (magnífico), cómico (así, así) y ahora defensor de pleitos pobres, se lo birló para dárselo a su colega y amigo Neymar. Lanzó el brasileño, sin éxito. Instantes después se produjo un penalti. Cavani cogió de nuevo el balón y hacia él, ya sin intermediarios, se dirigió Neymar, que le pidió lanzar la pena máxima, convertida ya en una máxima pena. Cavani le dio calabazas, y fue el uruguayo quien acabó disparando y fallando, para pataleta de Neymar, al que de poco sirvieron las medallas que le condecoran como el jugador más caro de la historia.
Pero lo peor vino en el vestuario. Allí se enzarzaron Neymar y Cavani en una violenta escena a la que tuvieron que poner fin sus compañeros. Así lo aseguró L’Équipe, que viene a ser la biblia deportiva francesa. Un terremoto amenazaba con desbaratar el archimillonario plan del jeque catarí que gobierna el PSG. Pero aquellos sucesos ocurridos en el choque ante el Lyon no fueron más que la escenificación de un conflicto con mala pinta. Porque lo que parecía una anécdota, que Cavani y Neymar apenas se pasaran el balón durante los partidos, resultó ser algo muy serio que amenazaba con afectar al juego del equipo, deslumbrante por momentos. De hecho, las estadísticas mostraron que ante el Lyon no fueron capaces de hacer una sola jugada juntos.
Conviene pararse aquí un instante y explicar en pocas líneas quién es Cavani. El delantero uruguayo llegó a París en 2013 y formó una extraordinaria pareja de ataque con Ibrahimovic, que sin embargo no le bastó al equipo para reinar en Europa. Con el adiós del sueco, hombre sensato y modesto como demuestra que antes de irse pidiera que cambiaran la torre Eiffel por su estatua, Cavani se quedó como máxima estrella del equipo y el futbolista más venerado por la afición. Hasta que el PSG saltó la banca del fútbol mundial y fichó a Neymar. Luego llegaría también Mbappé, otro gallo en un corral donde comenzaba a haber más gallos que gallinas. Tanto gasto llevó al club a intentar soltar lastre (o gallinas), hasta el punto de poner a la venta a media plantilla por aquello de evitar que la FIFA le crujiera al saltarse todas las leyes financieras habidas y por haber.
El vestuario del PSG era, pues, un polvorín, lo que no impedía a Neymar seguir publicitándose en cuanta red social fuera menester, siempre acompañado de la pandilla de bufones que con él, y de él, viven. El club intentó solucionar el lío de los penaltis a su modo, o sea, con dinero, ofreciendo a Cavani un millón para que cediera esa tarea al capo Neymar. Cavani se negó, quizá recordando a quien corresponda que él es el segundo máximo goleador de la historia del PSG, solo superado por Ibrahimovic y su estatua. Así estaban las cosas hasta que la pasada semana, en el partido de la Champions en el que el PSG destrozó al Bayern (3-0) Cavani y Neymar no solo se pasaron la pelota mucho y bien (ay, estos chiquillos), sino que celebraron con un ostentoso abrazo sus respectivos goles. Ya de remate, en el encuentro del sábado ante el Burdeos, Cavani accedió a que fuera Neymar quien lanzara un penalti, venga, nene, tíralo tú, con la generosidad que tenía Messi en el Barça. El problema es que Messi, para ser el más grande, no necesita llorar. Ni patalear. Ni lanzar penaltis. Ni correr. Ni tener público en la grada. Ni atarse las botas, siquiera.
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