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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando fuimos inmortales

El club Estudiantes cumple 70 años de baloncesto dinástico, emotivo e ilustrado

El esqueleto Garibaldi, símbolo y "mascota" de Estudiantes entre la ironía y la inmortalidad.
El esqueleto Garibaldi, símbolo y "mascota" de Estudiantes entre la ironía y la inmortalidad.

Entiendo que el delito, si lo fue, ha prescrito. Porque se produjo hace 30 años. Y porque no incurría en la maldad cuando sustraje la camiseta de David Russell entre la ropa que mi hermano Abel traía en su bolsa de entrenamiento. Jugaba en el primer equipo de Estudiantes. Y accidentalmente confundió en el vestuario su número 9 con el número 10.

Urge mencionar entre los atenuantes que entonces las camisetas no se identificaban con el nombre del jugador. Que oscilaban del 4 al 15. Y que los profesionales de Estudiantes jugaban toda la temporada con una camiseta amarilla y otra roja. Las mismas, hasta el extremo de terminar destiñéndose. Era la época del miedo escénico del Magariños. La plenitud de la Demencia con las alas iconoclastas de Gavioto ("España, mañana, será musulmana..."). Cuando los delfines nadaban en agua dulce. Y cuando los jugadores no sólo eran toreros de salón, sino además conformaban un bestiario enciclopédico . Pinone, el oso. Lafuente, la chinche. Carlos, el saltamontes. García Coll, la rata. Y David Russell era David Russell. Así lo coreábamos, “Davidrussell”, “Davidrussell”, de tal forma que la aparición de su camiseta en la colada mi casa, con algunas expresiones de sudor y el número 10 refulgiendo, no era la oportunidad de un robo, sino una suerte de verdad revelada que inútilmente podía despreciarse.

La escondí. Y confesé a mi hermano la verdad al final de la temporada. Ahora extiendo la confesión al resto del universo. No por arrepentimiento, sino como una contribución estrafalaria al 70 aniversario del Estudiantes. Que no era un club de baloncesto, sino una experiencia integral, un templo a la gloria de Naismith, un colegio que sublimaba el recreo al máximo acontecimiento competitivo, un espacio de resistencia la aldea gala de Astérix, aunque los romanos no han hecho otra cosa que intentar -y a veces conseguirlo- secuestrar a nuestros luchadores.

Y no me gusta que nuestros dementes abucheen a Alberto Herreros en concepto de represalia ni de despecho traicionero. Más bien me divierte definir al Real Madrid como la marca blanca de Estudiantes. Una sucursal opulenta a la que hemos abastecido indistintamente con Antonio Díaz-Miguel, José Ramon Ramos, Vicente Ramos, Fernando Martín, Antonio Martín, Alfonso del Corral, José Miguel Antúnez, Juan Antonio Orenga (con matices...), Alfonso Reyes, Felipe Reyes, Ignacio De Miguel, Sergio Rodríguez o Carlos Suárez.

David Russell.
David Russell.

El baloncesto éramos nosotros. Y esa conciencia patrimonial, sagrada, fortalecía una idiosincrasia tan propicia a la asimilación del dolor -la derrota- como sensible al extremo goce de la victoria. No digamos cuando capitulaba el Madrid. Cuando ganamos la Copa con las muñecas y las neuronas de Nacho Azofra. Y cuando nos fuimos a Estambul, chim-pum, a Estambul, chim-pum, a Estambul. chim-pum, alcanzando la cima del baloncesto continental vestidos de luces.

Y no es cuestión de nostalgia, sino de memoria. Tan fácil de invocarla o de evocarla con una visita a la Nevera. Todavía se utiliza como símbolo embrionario de la cantera. Y se puede visitar en las condiciones de un viaje en el tiempo. José Luis Garci podría rodar una película de finales de los cincuenta  sin modificar la ambientación.

El parqué lo han pulido las zapatillas de tantos jugadores anónimos. El tiempo se ha detenido para inculcar entre los chavales el frío y el sentido de pertenencia. Estudiantes quiere decir ir al colegio después de entrenar e ir a entrenar después del colegio. No ya con las facilidades logísticas de un espacio compartido, sino con la noción de un baloncesto ilustrado y de una ilustración lúdica.

Estudiantes quiere decir que el deporte es una disciplina cultural. Por eso las iniciales de Ramiro de Maeztu se alojan en nuestro escudo. Imprimen carácter. Y explican no ya la proliferación de dinastías al abrigo de la tradición hereditaria, sino de linajes, de familias reales: los Ramos, los Beltrán, los Martínez Arroyo, los Sagi Vela... vertebran la historia de un inmenso equipo minoritario cuyos valores e identidad convierten el baloncesto en una manera de vivir.

Díaz-Miguel,  tercero, arriba, de izquierda a derecha.
Díaz-Miguel, tercero, arriba, de izquierda a derecha.

Ajertreados y hasta convulsos han sido estos 70 años. Hemos aportado mucha doctrina baloncestística desde el banquillo (Codina, Pinedo, Garrido, Vidorreta, Maldonado). Hemos parido al primer entrenador que nos hizo campeones del mundo (Pepu Hernández). Hemos tenido un cura que no era cura (Miguel Ángel Martín). Y hemos desarrollado una poco reconocida obra social fichando a jugadores descarriados. Qué tiempos aquellos -y no tan lejanos- en los que recalaban en el equipo americanos que eran americanos pero no necesariamente jugadores de baloncesto.

En realidad, seguimos siendo huérfanos de Pinone en cuanto concierne al vínculo de identificación. Y echamos de menos la mano izquierda de “Davidrussell”, aunque su camiseta con el número 10 sirve de placebo y de fetiche a los años en que perder, perdíamos, pero éramos inmortales. Igual que Garibaldi, aquél esqueleto que intimidaba en las clases de ciencias y que se asomaba a ver los partidos con toda la bondad del fantasma de Canterville.

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